Dolittle

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Una cura utópica

Y por milésima vez nos topamos con una película que nadie pidió y que Hollywood nos enchufa gracias al facilismo del marketing masivo para lelos, ese verdadero fetiche de la industria cultural planetaria de nuestros días: la flojísima Dolittle (2020) vuelve a confirmar la maldición que padece en el séptimo arte el personaje del título creado en 1920 por el británico Hugh Lofting, en esencia un doctor que puede hablar con los animales, y en este sentido sólo basta con recordar -primero- aquel mamarrachesco e interminable musical de 1967 protagonizado por Rex Harrison que casi fundió a la 20th Century Fox y -segundo- aquella horrenda realización de 1998 con Eddie Murphy que no se decidía entre el tono narrativo familiar o la catarata de gags escatológicos descerebrados propios de la comedia mainstream más hueca, para colmo desencadenando cuatro secuelas igual de espantosas.

Ahora le toca a Robert Downey Jr. ponerse en los zapatos del médico y explorador, un actor norteamericano extraordinario que viene de robar una década entera con la bazofia de Marvel y que parece que por fin colgó los guantes de Tony Stark/ Iron Man en función de la muerte del personaje en Avengers: Endgame (2019), aquí ofreciendo un desempeño pasable orientado a su faceta “contenida” -sin gesticular demasiado ni ponerse en el rol automático de reventado o canchero- y con un acento inglés medio freak que nos recuerda a la distancia la amplitud interpretativa de sus años mozos. La premisa recupera el contexto original de los libros de Lofting, la Era Victoriana del Reino Unido, y descarta el trasfondo colonialista con tintes racistas para dejar sólo los componentes vinculados a los relatos de aventuras y cierta estructura paradigmática de las fábulas infantiles símil cuento de hadas.

Si bien todavía tenemos a un lindo surtido de animales parlantes, la que motiva la historia es la misma Reina Victoria (Jessie Buckley), quien cae enferma y desencadena el periplo reglamentario del héroe y sus amigos otrora salvajes en pos de una cura semi utópica que se halla en una isla lejana en la que el susodicho no es precisamente bienvenido. Todos los clichés del caso dicen presente: desde el vamos está Tommy Stubbins (Harry Collett), el joven aprendiz que admira a Dolittle, a su vez el mismo protagonista hace lo que puede para terminar de abandonar un encierro/ luto de siete años a posteriori del fallecimiento de su esposa Lily (Kasia Smutniak), y finalmente aquí nos encontramos con la friolera de tres villanos, el Doctor Blair Müdfly (Michael Sheen), el Rey Rassouli (Antonio Banderas) y ese tal Lord Thomas Badgley (Jim Broadbent), uno más anodino y esquemático que el otro.

Como era de esperar, la pretendida comicidad está apuntalada en los intercambios entre las criaturas de CGI y los seres humanos y sinceramente el planteo deja mucho que desear gracias al sustrato pueril y remanido de los sketchs, remates y latiguillos verbales. Las secuencias de acción, por otro lado, se ubican un poco más alto a nivel cualitativo de lo que uno podría haber esperado a priori porque apuntan a reemplazar las pavadas vertiginosas del cine actual con un espíritu old school homologado a los relatos de piratas y de odiseas marítimas en general. A pesar de que se agradece el discurso ecologista destinado a que se deje de considerar a los otros seres vivos como posesiones, comida o blancos para unos muy mal llamados “deportes”, uno no puede evitar sentir vergüenza ajena por el pobre director y guionista Stephen Gaghan, aquel de Reglas de Combate (Rules of Engagement, 2000), Traffic (2000), Syriana (2005) y El Poder de la Ambición (Gold, 2016), hoy sin duda vendiendo su alma a Hollywood por una propuesta tan fallida como intrascendente…