Almodóvar vuelve a hablar de sí mismo, pero en esta oportunidad lo hace desde el autorretrato más expuesto de todos. Aquí no acciona la denuncia de “La mala educación” ni pone el foco en el vértigo sexual de “La ley del deseo”, pero “Dolor y gloria” atraviesa toda su historia de vida, desde su infancia precaria en los tiempos en que vivía en una casa-cueva en aquel pequeño pueblo de España hasta este presente de estrella del cine, a la vanguardia del séptimo arte de Europa y del mundo. Para hablar de sí mismo con mayor libertad y menos pudores, lo ideal es usar una máscara apropiada. Con el nombre de Salvador Mallo y a través de una composición inmejorable de Antonio Banderas, este cineasta repasa ese derrotero de niño inteligente -que tenía la habilidad de enseñarle a escribir a un albañil analfabeto- con una sensibilidad tan abierta que no podía evitar movilizarse cuando lo veía bañarse a ese mismo hombre dentro de su casa. En ese devenir, Mallo/Almodóvar revisará sus principales vínculos afectivos. Primero será su madre, interpretada por Penélope Cruz y Julieta Serrano en las distintas etapas; también una ex pareja que ahora es heterosexual (Leonardo Sbaraglia, impecable) y un actor protagónico de una película suya con quien no se hablaba hace 32 años. Pero también hará foco en sus interminables problemas de salud y su adicción a las drogas en una mirada sin complacencias pero lejos de la autocondena. Aunque falten más planos almodovarianos de su sello, el filme toma vuelo con las actuaciones sensibles, los diálogos inteligentes y un cierre brillante con un guiño al cine dentro del cine. En síntesis, una película para quienes aman la filmografía de Almodóvar, pero también para quienes lo desconocen y quieren saber los porqué de su vuelo creativo.