La militancia.
A veces desde el Tercer Mundo cuesta un poco empatizar con el cine social creado para ser consumido por el público bienintencionado de las metrópolis, aun si consideramos los ejemplos más loables y progresivos dentro del acervo cultural que año a año pone sus fichas en la temporada de premios y/ o el calendario de festivales clase A. El objeto de estudio de estos films por lo general es un lumpenproletariado cuyo equivalente local es la pequeña burguesía, ya que por estos lares la estabilidad maltrecha del sector sería vista como un privilegio: pensemos si no en la verdadera pobreza que aquí suelen afrontar los trabajadores ocupados, representada en los cuentapropistas marginales de los centros urbanos y la esclavitud golondrina del interior, dos capas inexistentes en el norte opulento.
La obra de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne nos plantea obstáculos de este tipo, que en el fondo podemos sortear colocándonos en su lugar y evaluando el contexto desde el que construyen sus películas, caracterizado no tanto por una inversión de los esquemas colectivos de la periferia sino por una atenuación de las injusticas, la cual de ninguna forma funciona como una panacea ni mucho menos (la flexibilización laboral está presente en todo el globo y no invalida el análisis de los casos nacionales). El devenir de los belgas fue algo accidentado: en un principio aportaron un soplo de aire fresco con La Promesa (La Promesse, 1996) y Rosetta (1999), luego decayeron en El Hijo (Le Fils, 2002) y El Niño (L’Enfant, 2005), y de un tiempo a esta parte han ido levantando la puntería con serenidad.
Definitivamente la introducción de pequeñas novedades jugó un papel fundamental a la hora de revitalizar la producción de los directores, hoy conscientes de que los cinéfilos conocemos cada una de sus preocupaciones temáticas y marcas formales. Mientras que en El Silencio de Lorna (Le Silence de Lorna, 2008) coquetearon con el suspenso y en El Chico de la Bicicleta (Le Gamin au Vélo, 2011) homenajearon al neorrealismo italiano, en esta oportunidad recurrieron a la primera “actriz de renombre” de su carrera, la extraordinaria Marion Cotillard. La elección no podría haber sido más acertada porque la estrella se adapta de inmediato a la ética de trabajo de los realizadores, su fortaleza cercana al documental y esa idiosincrasia de inflexión humanista que grita en pos de ecuanimidad.
Una vez más la premisa de la trama es muy simple y hace eje en un personaje desesperado que ve puesta a prueba su capacidad de resistencia, siempre en sintonía con decisiones que oponen su moralidad particular a las fauces parasitarias del capitalismo transnacional: Sandra (Cotillard) es una empleada que sale de un período de depresión y se enfrenta a la difícil tarea de tener que convencer a 18 compañeros para que voten por retenerla por sobre un bono de 1000 euros, en una disyuntiva de “despido o recompensa” esbozada por su jefe en connivencia con el capataz de turno. Dos Días, una Noche (Deux Jours, une Nuit, 2014) hace referencia a las jornadas que la mujer, con la ayuda de su esposo, dedicará a tal faena, en función de la cual irán surgiendo reacciones de lo más variadas por parte de sus colegas.
En esencia estamos ante un unipersonal de Cotillard, quien maneja de manera exquisita el límite entre la vergüenza y el derrotismo, entre la incertidumbre y la angustia exacerbada. La desnudez expresiva, los golpes bajos dosificados y el ascetismo en la puesta en escena constituyen las principales herramientas emocionales de los Dardenne para retratar los callejones sin salida que traen aparejados el servilismo de una patronal cómplice y la falta de solidaridad a nivel comunal, dos mecanismos de control al servicio de la pauperización de las condiciones laborales. Así las cosas, los belgas continúan edificando un cine verdaderamente militante basado sobre todo en el naturalismo lacónico de la cámara en mano, las tomas secuencia, las locaciones suburbiales y la ausencia de música incidental…