Hoy en día el western está muerto y sepultado. De vez en cuando distintos directores exhuman del desierto en un intento de nostalgia autorreferencial a aquel primer cine. Pienso por ejemplo en Quentin Tarantino o en los Hermanos Cohen, fetichistas y aficionados en hacer colisionar géneros y subgéneros pasados de moda. Pero también pienso en aquellas nuevas películas que, además de la típica locación inhóspita y de cierta iconografía ya incluída en la cultura popular estadounidense, toman del western algún elemento concreto que les permite adaptarlo a una historia contemporánea, como es el robo de bancos en Sin nada que perder o la búsqueda de justicia en 3 anuncios por un crimen. En el caso del nuevo filme del australiano Warwick Thornton lo que hay es una necesidad de redefinir lo que históricamente el género contó, corriendo el foco del hombre blanco y su disputa contra los malones a la hora de “construir nación”, y viendo qué ocurría con aquellos que estuvieron siempre encadenados al fuera de campo: los esclavos.
Luego de ser echado sin cobrar ni un centavo por su trabajo, Sam (Sam Neill), un aborigen entrado en años regresa junto a su mujer al rancho de su religioso y benevolente dueño quien momentáneamente se encuentra fuera de la zona. Mientras descansan, la pareja es sorprendida por los gritos etílicos y violentos de Harry (Ewen Leslie), el hombre blanco que minutos antes los había despachado como ganado de su propiedad. De los gritos pasa al plomo y en un acto de legítima defensa Sam lo asesina de un disparo. “Mató a un hombre blanco, mató a un hombre blanco” repite exaltado Archie, el anciano negro que escoltaba a quien ahora yace en agonía con la aorta escupiendo sangre. La frase resuena como una sentencia mortal. La sombra de Sam ahora impresa sobre la tierra por el sol cenital será de aquí en adelante un estigma que lo seguirá en su huída a través del desierto. Mientras tanto, en el pueblo, una diligencia comandada por el sargento Fletcher (Bryan Brown) se prepara para ir tras los pasos del prófugo a fin de vengar la herida de su dignidad aria en nombre de la justicia.
Más allá de la clara crítica al supremacismo de la época, la ambición del director creo que está en reformular el género en favor de una lectura indigenista. Sin embargo, “la realización del western que no fue” termina volviéndose algo caótico en términos formales. El western jamás fue una reconstrucción de hechos del pasado sino que corrió siempre en paralelo a la historia iluminando pupilas con su universo mitológico de valores idealizados. Thornon filma a la vieja usanza con un plus de lisergia desértica. Utiliza el plano general para abarcar el horizonte la Australia profunda como si se hubiese trasplantado la córnea de John Ford. Cubre de humo los bares. De polvo los caminos. Macera sus diálogos parcos en tequila. Pero a la hora de estructurar el relato, la linealidad clásica se ve interrumpida por una serie de flashbacks y flashforwards proféticos desparramados con inteligencia alquimista. Destellos que hacen que la noción del tiempo circular sea lo más interesante que nos trae Dulce país y eso sí que es pura herencia aborigen.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto