El duelo eterno
Y en Dulces Sueños (Fai Bei Sogni, 2016) Marco Bellocchio por fin pretende salir de su “zona de confort” -aunque sea en términos relativos- y lamentablemente la experiencia resulta de lo más frustrante ya que lo que podría haber sido un estudio interesante sobre la pérdida de un ser querido, desde el vamos se transforma en otra sucesión de escenas más o menos inconexas en las que el supuesto hilo conductor, léase el dolor del protagonista principal, termina difuminándose de a poco en un metraje que se extiende y se extiende en demasía y sin mayor justificación que el capricho del realizador. La película en el fondo cuenta con buenas intenciones pero los automatismos formales de Bellocchio, muchos de los cuales lo acompañan desde su ópera prima Las Manos en los Bolsillos (I Pugni in Tasca, 1965), socavan las posibilidades del relato hasta dejarlo preso de una triste parálisis.
El eje de la historia es Massimo, un personaje que conoceremos en profundidad a través de una serie de flashbacks y flashforwards que nos pasearán por distintos momentos de su vida, todos relacionados con una suerte de depresión ininterrumpida a raíz de la muerte de su madre (interpretada por Barbara Ronchi), cuando el susodicho tenía apenas nueve años. Como la quería con locura y era su pivote cotidiano, a lo que se suma lo imprevisto de su fallecimiento porque él la consideraba radiante y llena de dicha, su desaparición será una espina clavada en el joven que nunca sanará al punto de transformarlo en un adulto cabizbajo y distante que siempre oculta sus emociones ante todos. Mientras que durante su niñez queda a cargo de su padre (Guido Caprino), una persona muy adusta, y se vuelca a un comportamiento errático, de grande se convierte en un periodista manipulador y aburrido.
Más allá de alguna que otra pequeña salvedad y/ o detalle, aquí a rasgos generales brillan por su ausencia las clásicas críticas de Bellocchio contra las instituciones gubernamentales, religiosas y educativas, ya que lo que predomina a nivel narrativo es una especie de versión de lo que el cineasta entiende por “melodrama de madre ausente”. Son varios los ítems que conspiran para que la obra se vaya cayendo bajo el peso de su incompetencia dramática: por un lado tenemos el desempeño de los actores que encarnan al Massimo adolescente y al adulto, Dario Dal Pero y Valerio Mastandrea, a los que el realizador no les permite despegarse de un tono fúnebre de lo más cansador, y por el otro lado están esos diálogos del guión de Valia Santella, Edoardo Albinati y el propio Bellocchio, que más que lidiar con la muerte lo que hacen es girar eternamente alrededor de un Complejo de Edipo exacerbado.
Sin embargo la película posee algunos elementos positivos como por ejemplo la excelente actuación de Nicolò Cabras como el Massimo de nueve años, la tardía intervención de Bérénice Bejo como el interés romántico del protagonista y hasta un cameo del gran Roberto Herlitzka, con quien Bellocchio ya trabajó en varias oportunidades. Uno por supuesto comprende que el director con su frialdad en parte está siendo fiel a su estilo y a aquella segunda generación del neorrealismo, esa a la que perteneció en su momento en una segunda línea con respecto a colegas más talentosos como Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, entre otros, pero de un tiempo a esta parte sus opus dejan entrever una alarmante falta de ideas y una redundancia que a esta altura nos dice poco y nada, hoy tomando la forma de un duelo condenado al olvido…