Las penas de un padre
No es ésta la primera película -y tampoco será la última- de una especie de moda ochentosa que parece estar paseándose por Hollywood y las taquillas. Algunos dicen que el cine industrial se quedó sin ideas y decidió desempolvar todos y cada uno de sus íconos de hace 30 años; por otro lado, los viejos íconos de los ochenta todavía están entre nosotros (algunos de vuelta en la industria después de un paso por la política) y quieren seguir haciendo lo que hacían.
Nuevas Rambo, Rocky, ese bazar de todas las nostalgias que es (y seguirá siendo) Los indestructibles, pero también películas como Red y tantas otras (hace pocas semanas pasó por los cines de Buenos Aires El último desafío) siguen explotando lo que resultó ser una vena muy rentable. Aunque no había pasado tanto tiempo desde la última Duro de Matar (la cuarta entrega se estrenó en 2007), es innegable que las infinitas aventuras de John McClane le deben buena parte de su perdurabilidad a esa sensación de volver a encontrarnos con un viejo amigo.
De todas formas, de todas estas secuelas y subproductos ochenteros, Duro de Matar es la que se mantuvo con una vigencia más continuada, la que más se anticipó a la vuelta retro, la que incluye necesariamente algo de nostalgia pero también una vena más simple y dura de película de acción que supo ganarse su lugar entre los fanáticos y seguir ganándoselo. Es decir, Duro de Matar: Un buen día para morir no es como Los indestructibles, en la que cada escena funciona casi como excusa para mostrar otro no muerto de un cine de acción perimido. Esta nueva película de McClane intenta ser siempre y antes que nada una película de acción. El resto se va sumando por condimento.
Una cosa es evidente: si las Duro de Matar siguen funcionando es en gran medida gracias al enorme carisma de Bruce Willis, un héroe de acción atípico pero rendidor. Y el carisma de Willis, hay que decirlo, parece crecer con cada nueva arruga que se suma a su cráneo brillante. Sí, el viejo todavía puede correr un poco, saltar, mancharse de sangre, salvar al mundo en menos de 24 horas, pero lo que vende la entrada es la pequeña pausa entre piñas y tiros, donde suelta un oneliner siempre eficaz.
Como de todas formas el paso del tiempo era innegable, la nueva Duro de Matar decide abordarlo desde el costado de la paternidad: esta nueva aventura de McClane se desencadena cuando, preocupado por su hijo (al parecer, una oveja descarriada), viaja a Rusia para intentar hablar con él y hacer que recomponga su vida. Una vez en Moscú, lo que estalla por los aires es una conspiración múltiple de alcance global, llena de giros, contraespionaje y unas cuantas explosiones.
Por un lado es elogiable la noble decisión de atenerse a la tradición, a las raíces, y ofrecer una nueva Duro de Matar que respete las líneas del cine de acción viejo, sin caer demasiado en la metatextualidad (a pesar de algunas líneas de diálogo al estilo: "Ya no estamos en 1986, la era de Reagan terminó"). Pero por otro lado, esa decisión puede jugarles en contra: basado fundamentalmente en la acumulación y la sorpresa, el viejo modelo no termina de sostenerse del todo hoy.
La nueva Duro de Matar entretiene y no va mucho más allá de sus modestas intenciones. Lo cual tampoco es malo. ¿Querían más John McClane? Es lo que tienen.