Ecos de un crimen

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

UN ECO QUE SE REPITE HASTA DESAPARECER

Como ya dijimos varias veces en este sitio, el cine argentino mainstream ha sabido aprovechar las fórmulas probadas del thriller para dar forma a sus éxitos recientes (y no tanto). Los ejemplos se acumulan, y si bien la orientación suele ser para el lado del policial (con un pie en la literatura, donde nombres como Claudia Piñeiro o Eduardo Sacheri suelen ser fuente de adaptaciones), cada tanto aparece alguna propuesta que mira de reojo al terror y se propone explorar sus posibilidades. Claro, sin decantarse del todo por el género, y manteniendo los ítems necesarios para que las cosas no se salgan de control: una estrella convocante, un director competente, un guion sin demasiados riesgos, y un diseño de producción que deje en claro que lo que estamos viendo tiene el respaldo de alguna major (el logo de Warner reluce antes de los créditos de apertura); digno de Hollywood, pero hecho en Argentina.

Lo cierto es que en Ecos de un crimen todo eso se cumple. Diego Peretti ocupa el rol de la estrella que, a ojos del gran público, es el único nombre vinculado a la película (“vamos a ver la nueva de Peretti/Darín/Francella”), y Cristian Bernard es un director capacitado y con experiencia, más ligado al “cine de autor” que a trabajos por encargo, lo que plantea ciertas dudas sobre su presencia en este proyecto. Podríamos pensar que, para un director conocido por su cinefilia, esta podía ser la oportunidad de despuntar ciertos vicios, y de citar y homenajear al cine que lo apasiona. Por su parte, el guion escrito por Gabriel Korenfeld cumple con su parte de evitar riesgos, y tal vez sea el eslabón más débil del diseño. Si bien su trabajo como guionista lleva algún tiempo, su nombre está mayormente vinculado a la literatura, con una saga de libros juveniles de terror a cuestas, más algunas novelas independientes. No es de extrañar, entonces, que la película entable un juego entre las referencias cinéfilas y las literarias, y que, al mismo tiempo, encuentre sus límites en ese diálogo.

Aunque no se lo mencione directamente, como si sucede con George R.R. Martin y Mariana Enríquez, la influencia de Stephen King resulta indisimulable. Ya desde el protagonista, que es una criatura kigniana por definición: un escritor de novelas de terror acosado por los demonios de su mente, que decide pasar unos días con su familia en una casa de campo, para poder escribir y terminar de recuperarse de una crisis nerviosa. Cuando las cosas empiezan a torcerse, con la llegada a mitad de la noche (y en plena tormenta, corte de luz incluido) de una mujer que dice estar escapando de su marido, lo que sucede es obvio para cualquier espectador más o menos avispado: la ficción y la realidad comienzan a enredarse, y lo que sigue es un juego constante por descubrir si lo que estamos viendo ocurre fuera o dentro de la cabeza del escritor.

Bernard aprovecha los espacios para dar forma a un movimiento cíclico: el interior y el exterior de la caza, la ruta, el temporal; todos son factores que suman a una narración que parece estar encerrada en la repetición. Con cada reinicio de las visiones/pesadillas del protagonista, la tensión escala y tanto los personajes como las acciones se van tornando cada vez más inverosímiles, incluso desde los diálogos, donde el peso de la palabra escrita se impone. Antes de tomarlo como algo negativo, podemos ensayar una explicación. Es probable que sea por la costumbre del cine en inglés, pero al español rioplatense no se le dan bien las historias que lo acercan al terror: salvo excepciones, siempre suena impostado, exagerado, irreal. Claro que si un argentino se enfrenta a una situación terrorífica, va a responder con el acento y los modismos que le corresponden; la credibilidad, en este caso, responde más a una cuestión estética que a la propia realidad. Pero esa progresiva pérdida de verosimilitud, tanto desde el movimiento como desde el habla, podría tener que ver con la propia fantasía literaria del protagonista, en donde parecen fundirse los eventos de la película. Un pasaje de lo real a lo inventado, acompañado por un recurso formal que va agigantando la ficción dentro de la ficción hasta volverla indiscutible, con ese hachazo imposible ejecutado como un paso de baile.

Claro que no es más que una teoría, un intento por dejar mejor parado a un guion que, por lo demás, nunca sale de lo previsible, incluso de lo visto mil veces. También podría ser un intento por justificar las actuaciones pasadas de rosca de Carla Quevedo y Diego Cremonesi, o los momentos donde Peretti y Julieta Cardinali aparecen poco creíbles. El problema se da con el final, en donde el plot twist quiere pasar por ingenioso y comete uno de los mayores pecados a la hora de cerrar una historia, sin importar el formato. No diremos acá de qué se trata, pero sí que derriba todos los intentos por bancar a Ecos de un crimen, que termina siendo uno más de tantos thrillers hechos a reglamento, muchas veces para engrosar el catálogo de las plataformas de streaming. Aun con el paso por las salas, si consideramos que HBO Max es uno de los responsables, es más que probable que ese sea su destino.