SÚPER 8, CUARENTENA Y CHORIPANES
En el panorama actual del cine nacional, la figura de Matías Szulanski es un caso particular, donde coinciden una saludable inclinación por los géneros (el policial, la ciencia ficción, la comedia sanguinaria y ultra violenta), con unos resultados que suelen perderse entre el homenaje, la cita y el capricho. Desde 2016 (año de su debut con Reemplazo incompleto) para acá, Szulanski realizó siete largometrajes, que además de conformar una producción inusitadamente prolífica, lo ubican como un cineasta apasionado, atento a las necesidades formales de cada historia que decide contar. Con un pie en el pulp y la clase B, pero sin que esto se traduzca en falta de calidad visual (de hecho, en una entrevista admitió una preocupación porque, pese a los presupuestos acotados, sus películas “se vean caras”), los films de Szulanski se construyen como ejercicios de estilo nostálgicos, casi como una exhibición de otras épocas de la historia del cine, que le gustan y que decide recuperar. Es justamente esa experimentación infatigable, de cinéfilo serial, lo que le suele jugar en contra, porque la suya es una mirada que nunca termina de consolidarse, si no que sigue probando cosas y disfrazándose según la ocasión. En otras palabras: Szulanski pareciera no dejar de jugar y de divertirse con cada nueva película; una actitud que, lejos de condenarse, podría incluso celebrarse, si todo ese juego y esa diversión se transmitieran finalmente al espectador. Lamentablemente, es algo que no sucede.
Ecosistemas de la Costanera Sur es su último proyecto, un documental sobre esa zona de la Ciudad de Buenos Aires conocida por la reserva ecológica, los carritos de choripanes y una apariencia descuidada que le otorga ese encanto a mitad de camino entre lo popular y lo cheto (no olvidemos que ahí nomás comienza Puerto Madero). El carácter convencional de documental turístico es desechado a los pocos minutos por el propio Szulanski, cuya voz aparece para decirnos que lo que vimos hasta ahí (al actor Fabián Arenillas contándole a la cámara curiosidades sobre la costanera) no va a continuar, porque se parece demasiado a lo que uno puede encontrar caminando por el lugar o yendo a Wikipedia.
Lo que sigue, entonces, es el esfuerzo del director por despegarse de los caminos tradicionales del género, apelando a una estructura episódica (habitual en su trabajo) para mostrarnos algo así como el borrador del documental que no fue. Es una premisa que podría abrir el juego hacia lugares inesperados, pero que se queda en la intención. Szulanski convoca a algunos amigos (Paulo Pécora, Mónica Lairana, Franco Sintoff) en la búsqueda de un relato colectivo que abarque distintos registros, para intentar armar una imagen de la Costanera Sur que responda no solo a una mirada. Otra idea potencialmente fructífera que se queda en lo anecdótico (la anécdota sería que durante la cuarentena varios directores intentaron hacer cine desde esa experiencia inédita), con los pasajes de Pécora y Lairana lastrados por una mezcla de pretenciosidad, aburrimiento, y una suerte de autocrítica culposa con respecto a la identidad cool porteña. ¿Hay alguna razón para justificar la presencia de estos segmentos, más allá del espíritu colaborativo auspiciado por el encierro y el Covid-19? No lo sabemos.
En la segunda mitad, el documental cede a la ficción con personajes reales, convirtiendo a Sintoff es un cineasta amateur decidido a filmar una película de terror en Súper 8, con la Costanera y su mitología como telón de fondo. Ahí aparece la leyenda del Reservito, el monstruo que habita las profundidades de la reserva ecológica, y cuyo origen se entrelaza con la llegada, a principios del Siglo XX, del avión Plus Ultra a Buenos Aires. Este episodio, bastante más largo que los anteriores, funciona mucho mejor como la variante que Szulanski quiere proponer a los documentales al uso, e incluso nos lleva a pensar que quizás hubiese sido mejor encarar todo de esta manera. Es cierto que en algunos momentos la narración se ve ganada por un cinismo innecesario, pero las cosas se terminan antes de que el resultado se vuelva molesto. Y esa es la sensación final que se traslada al espectador cuando aparecen los créditos: un recorrido un poco tedioso, un poco intrascendente, con un rato más o menos divertido e interesante, que podría haber sido mejor pero tampoco es espantoso. Es bueno saber que Szulanski sigue jugando y buscando nuevas formas para sus películas, que son como fiestas de amigos a las que vamos sin conocer a nadie, medio de casualidad, y en las que nos quedamos tomando una cerveza en un rincón y viendo a la gente bailar. Ojalá la próxima nos invite y podamos ser parte.