En El padre de mis hijos, la directora se atrevía a matar al que parecía protagonista absoluto de la película en la mitad de su metraje. Allí, esa desaparición abrupta era la manera de hacer más evidente la ausencia del padre y su impacto en la familia. Ahora, el desafío sensorial viene por el lado de lograr entrar en la deriva vital de un joven que se dedica a la música garage. Sus relaciones familiares y amorosas, el trabajo y la música, la noche y las drogas, el tono de Eden nos sumerge en esa penumbra algo irreal que se parece tanto a un río como a una rave.
El montaje rítmico es parte esencial de esta película, que sigue año tras año a un protagonista algo perdido, que sólo parece tener en claro cuál es la música que le gusta (aunque no perciba que ella también, como todas, pasará de moda). Hay algo de vacío generacional en este acercamiento, cuestión que dialoga con la perfecta Boyhood, de Richard Linklater.