El ambiente es el de la alta burguesía de Milán, una riquísima familia de empaque aristocrático que vive entre lujos, ocios, secretos e hipocresías en el cerrado clima de su villa, severa e imponente. Es el ordenado mundo de los Recchi y está en el momento en que el patriarca -lo imponen tanto su edad como la nueva problemática fruto de la globalización- debe legar el comando de su poderosa industria textil, y con él, el de la dinastía. Hay algo de asfixiante en ese orden que traducen sus conductas y en ceremonias y rituales donde cada uno ocupa el lugar (y la porción de poder) que le ha sido asignado. Incluso la única extraña: Emma, la dama rusa de misterioso pasado que, como esposa del principal heredero, ha sabido integrarse y cumplir sus obligaciones de madre con dulce dedicación, como revela la cordial y franca relación que tiene con dos de sus tres hijos y el afán de independencia que comparte con ellos. Elisabetta le confía su condición homosexual; Edoardo Jr. tiene su proyecto propio: abrir un restaurante con su amigo Antonio, excelente cocinero. Y será este otro extraño el que anime en Emma la voluntad de liberarse, de iniciar, por fin, una vida propia.
El ambicioso proyecto de Luca Guadagnini apunta a modernizar el melodrama familiar, con Visconti en la mira cuando se trata de pintar el refinamiento, los silenciados conflictos y los signos de la decadencia de la clase más privilegiada, y pensando en Hitchcock o quizá también en Douglas Sirk cuando busca subrayar la arrolladora potencia de la pasión. Aunque por cierto El amante no alcanza el rigor y el equilibrio de uno ni la intensidad dramática de los otros dos. Guadagnini, cuyo talento se manifiesta en distintos aspectos -la creación de atmósferas procede tanto de la concertación de elementos visuales y sonoros como de un guión que prefiere la acción a las palabras y de una notable conducción de actores-, está aún en busca de una voz personal. De ahí que alterne soluciones formales que hablan de su sensibilidad (la atracción de Emma hacia Antonio sugerida en la escena en que ella prueba su comida) con otras que resultan demasiado elaboradas o artificiosas (las imágenes que se alternan con la visión fragmentaria de sus cuerpos en el encuentro erótico). De ahí también que algunos detalles subrayados por pinceladas impresionistas, o por la música de John Adams, y algunos preciosismos de la cámara de Yorick Le Saux terminen distrayendo más de una vez en lugar de contribuir a iluminar el estado interior de los personajes: en ese sentido su film se aproxima a un ejercicio de estilo.
Puesto que más allá del retrato de familia, El amante es básicamente la historia de una emancipación: Tilda Swinton está en el centro del relato y es su principal sostén en lo interpretativo. Su Emma (no debe de ser casual la reminiscencia de Flaubert) lo dice todo con su presencia, con sus movimientos serenos, con la increíble expresividad de sus ojos. Es puro magnetismo, lo mejor de un elenco admirable en que todos se lucen por igual.