La condena siempre es terrenal.
A veces resulta un tanto curiosa la reacción de buena parte de la crítica frente a películas de esencia netamente propagandística, un andamiaje que se remonta a la génesis del séptimo arte y cuyos “tentáculos” pueden abarcar casi cualquier género del catálogo tradicional. Ya sea que hablemos de convites sinceros, actos fallidos ideológicos, mejunjes sin pies ni cabeza o de un representante de ese típico oportunismo que pretende aprovechar el ensimismamiento de determinado público potencial, lo cierto es que el periodismo tiene por fetiche el mosquearse ante la misma existencia de films que se deciden explícitamente por tal o cual postura, como si el resto del cine fuera el súmmum de la objetividad más pulcra.
De hecho, en esta especie de descarte automático amparado en el inefable sentido común, o la construcción social de moda, están en juego dos factores: por un lado encontramos la maniobra despolitizadora que niega todo análisis en función de la supuesta contaminación que trae aparejada esa intencionalidad discursiva colocada en primer plano, por el otro podemos llegar a descubrir en las notas distintas variantes de la teoría del “buen salvaje”, ahora aplicada a los exponentes del cine de género y su aparente vacuidad. Desde ya que el fantasma de los “grandes autores” constituye la frutilla de la torta y termina diluyendo la chance de examinar con cuidado el trasfondo del razonamiento de cada obra en particular.
Innegablemente durante las últimas décadas la derecha cristiana ha capitalizado un espacio cultural muy importante en las sociedades de los países centrales, en lo que podríamos definir como un proceso que corre en paralelo con la segmentación de los consumidores y la banalización del acervo simbólico vía la publicidad, las utopías tecnológicas y la mediocridad cualitativa generalizada. En sintonía con propuestas impresentables como El Remanente (The Remaining, 2014) y Tierra de María (2013), Apocalipsis (Left Behind, 2014) es otra homilía soporífera y decadente sobre la crisis de fe, los recovecos de la espiritualidad, la “salvación eterna” y el ascetismo en oposición al conformismo reinante.
Con elementos de exploitation religioso, drama familiar y thriller de ciencia ficción, el opus de Vic Armstrong deambula perdido por una debacle que busca captar a los adolescentes más piadosos. Hoy son los niños y algunos adultos quienes desaparecen para ir al “paraíso”, dejando a su suerte al piloto Rayford Steele (un inimputable Nicolas Cage) y a su hija Irene (Lea Thompson). Lejos de la sutileza de Señales (Signs, 2002) o el despropósito afable de Prueba de Fe (The Reaping, 2007), el fundamentalismo de la realización es francamente irrisorio, ya que homologa el libre albedrío terrenal con el infierno, se hunde en su ceguera anacrónica y hasta considera al ateísmo como una enfermedad sin redención admisible…