Balance Festival de Mar del Plata 2015. El apóstata (Federico Veiroj) promete seguir las dificultades de un estudiante para cumplir con los trámites necesarios para renunciar a la Iglesia Católica pero termina demorándose en situaciones que lo hacen quedar como un joven inseguro, seducido sin esfuerzo por distintas mujeres, que sueña con gente desnuda y discute con su madre o un profesor como si tuviera quince años menos de los que realmente tiene. Varios lugares comunes la van afectando hasta casi anularla: el protagonista ayuda con las tareas a un pibe vecino que parece salido de un aviso publicitario, le regala en un momento un diccionario como si fuera Mafalda (diccionario que no ha comprado sino robado, que es más cool), y termina sus módicas desventuras huyendo con el chico en plan libertario (aunque la cámara opta en ese momento por congelar la imagen, como impidiendo que se salgan con la suya). Una menor ingenuidad o cierta indignación buñueliana le hubieran venido bien a El apóstata, que termina siendo un híbrido film menor.
El precio de la libertad. En su tercer opus, el director uruguayo Federico Veiroj explora los dilemas existenciales de su protagonista, un hombre de 38 años que opta por tomar la decisión de renunciar a la fe católica y a los postulados por no sentir la pertenencia con la religión y cuestionarse, desde el primer minuto, su falta de auto crítica. El Apóstata (2015) es un relato que se construye por un lado desde la intimidad de Gonzalo (Álvaro Ogalla), quien, a pesar de la contra de todo su entorno más íntimo, asume el difícil rol de enfrentar el poder invisible de la Iglesia, bajo su derecho de tramitar la apostasía, es decir que lo borren literalmente de todo registro que lo vincule con la religión católica.
Romper con lo establecido. Buscar una salida particular a una decisión que ha sido tomada sin su consentimiento. Descreer de todo aquello que la sociedad y la religión han impuesto y determinado para las personas. “El apóstata” (España, Uruguay, 2015) de Federico Veiroj (“La vida útil”, “Acné”, “25 watts”), con guión y protagónico de Álvaro Ogalla, quien inspiró la historia de este joven que decide apostatar a pesar que todo se le pone en contra para que lo haga. Veiroj propone una historia dinámica y urgente, que además de hablar de poder cumplir con metas personales que escapan a las tradicionales normas, retrata un momento de quiebre en la sociedad española, que, asfixiada, comienza a transitar otros caminos para poder salir de la olla a presión en la que se encuentra. En el apostatar hay una necesidad de encontrarse, porque el personaje principal, Gonzalo (Ogalla) también necesita eso, errabundear en su ciudad y adentrarse en los claustros para poder entender la negativa ante su pedido. “El apóstata” demuestra en su simple historia la decadencia de una institución que aún responde a estamentos, pero, principalmente, lo hace a una historia que nada tiene que ver con el siglo en el cual se inscribe el relato.
La religión es un tema personal para cualquiera. La presencia o carencia de la misma es algo que heredamos mediante la educación que recibe cada uno en su casa, y conforme vamos creciendo nos planteamos cuál es su rol y su lógica dentro de nuestras vidas. El Apóstata es la historia de un hombre que lleva ese cuestionamiento un paso más lejos. Historia de un cuestionamiento: El Apóstata 2Gonzalo Tamayo desea apostatar (renunciar formalmente) de la Iglesia Católica, ya que no se siente representado por la misma. Aunque dicha intención es apenas parte de la verdad, ya que lo que desea es poder vivir su historia de amor con su prima, la cual se consideraría incestuosa. Con este punto de partida, Gonzalo buscará por todos los medios retirar su certificado de bautismo de los libros de la Iglesia, quienes no darán el brazo fácilmente a torcer. En estos tiempos de corrección política, y por lo delicado del tema que plantea, la propuesta de El Apóstata es una muy valiente por lo menos en su intención. Quisiera poder decir lo mismo de su narración. Si bien el error no está en su estructura, lo posee en su desarrollo; el guion instala a las autoridades religiosas como un antagonista invencible, y no explota esa lucha como debería, eligiendo desarrollar subtramas, que si bien dicen cosas sobre el personaje, no guardan concordancia con el conflicto principal. Una lástima, ya que las escenas donde el protagonista se rebela ante las autoridades religiosas están entre lo más logrado de la película. Sería errado decir que El Apóstata va a sacudir los cimientos y las creencias de los que crecimos con una religión heredada. Lo que sí voy a decir que es una lástima que un guion tan clásico en su estructura, y con una historia tan atractiva sobre un hombre que lucha contra un enemigo que lo supera, elija no desarrollar esta confrontación. Las subtramas son importantes, pero si el título de tu película hace referencia a su conflicto, es tu deber sacarle todo el jugo que puedas. Es una propuesta valiente, pero parcial, y te deja pensando que hubo más conflictos de los que nos dejaron ver. Por el costado actoral, Álvaro Ogalla (también uno de los guionistas de la película) entrega una labor interpretativa sobria, y por lo tanto decente; con una expresividad lo suficientemente funcional al relato. El costado técnico, para tratarse de una película independiente, sorprende por su riqueza estética. La fotografía tiene en muchas ocasiones composiciones de cuadro haciendo énfasis en la percepción de profundidad como herramienta narrativa. Este detalle es complementado por una dirección de arte que elige implementar una paleta de colores otoñales. Si bien no es algo rimbombante o revolucionario, es algo que da gusto ver en un tipo de cine que habitualmente excusa su falta de atención en detalles así con la falta de presupuesto. Conclusión: Por lo arriesgado de su propuesta, El Apóstata no es una película para todo el mundo. No tanto por sus declaraciones sobre la Iglesia Católica, sino por las decisiones narrativas que termina tomando. Si bien posée sobriedad en el rubro interpretativo y exquisitez en el rubro técnico, su historia no desarrolla el conflicto tanto como uno desearía, y eso a la postre termina jugándole en contra.
Creer o dudar Coproducción entre España, Uruguay y Francia, El Apóstata (2015) dirigida por el uruguayo Federico Veiroj (Acné, La vida útil), nos presenta una tierna fábula acerca de los problemas de Fe del madrileño Álvaro Ogalla. La historia parte de una idea escrita por Álvaro Ogalla y Federico Veiroj, amigos que se conocieron en Madrid en el pasado. Ambos participaron en la escritura del guion y el mismo Ogalla, sin formación en actuación, protagoniza la película. Vale recordar la capacidad de Veiroj para dirigir a personas que vienen de otros ámbitos aprovechando su espontaneidad y naturalismo para capitalizarlo en sus películas. El caso de Jorge Jellinek, crítico de cine protagonista de La vida útil (2010), es el más emblemático. Ogalla interpreta a Gonzalo Tamayo, un joven que realiza los trámites correspondientes en la iglesia católica para apostatar. La historia es tan simple como eso, pero resulta interesante el tratamiento del tema. Tamayo experimenta una crisis existencial, y con ella de Fe, realiza un viaje retrospectivo en su vida para reencontrarse consigo mismo. Este hecho lo lleva a distanciarse de estructuras prestablecidas y a cuestionarse nociones arrastradas de su educación infantil. En ese proceso surgen situaciones que se presentan extrañas y divertidas, donde la ironía del director permite el surgimiento del humor al respecto. El director de Acné (2008) realiza un relato cálido y tierno sobre la relación con la Fe, sus contradicciones y rigideces, para hacer una crítica profunda pero sin perder nunca el tono alegre y esperanzador. Y es justo el tono del film aquello que lo convierte en único, distanciándose de relatos de denuncia a la iglesia católica como institución, o de conflictos existenciales que exceden al tema de la espiritualidad. El Apóstata es ambas cosas pero en el nivel justo, elevando la nostalgia del recuerdo a un primer lugar en la narración, con toques de humor irónico sobre el tema al estilo Woody Allen con el Judaísmo, pero con la incomodidad habitual que imprime Veiroj a sus films.
Yo no tengo fe Inspirada en la historia real de un joven que trató de apostatar; es decir, conseguir que la Iglesia Católica lo autorizara administrativamente a abandonar la institución, esta nueva película del director de Acné y La vida útil es una ácida crítica con mucho humor absurdo, provocación e imaginación contra la burocracia, la obediencia y la vigilancia. Una película bien española (la cuna de la Inquisición y del franquismo) a cargo de un notable cineasta uruguayo que, a su manera, dialoga con el cine de Marco Ferreri, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Carlos Saura y Marco Bellocchio, entre otros. El uruguayo Federico Veiroj (Acné, La vida útil) hace la película más española que recuerde de los últimos tiempos. Ya Marco Ferreri había logrado similar prodigio (El pisito) y su influencia en el film (o su diálogo con él) pesan tanto como la de Buñuel o, más acá en el tiempo, Fesser o Llorca. Basada en la experiencia de Alvaro Ogalla (actor protagónico y uno de los coguionistas con Veiroj, Gonzalo Delgado y Nicolás Saad), la narración se centra en el punto de inflexión en la vida de Gonzalo Tamayo, a punto de terminar su carrera de filosofía, que decide renunciar a la religión católica. Allí está esa España en la que el camino que va de la Inquisición al régimen franquista no son fruto de la casualidad, así como la necesidad de un cambio, de un equilibrio, de una nueva mirada política, social y familiar. Claro que también está el cine de Veiroj y sus personajes inadecuados, a los que siempre retrata con cariño y a los que siempre les regala una luz de esperanza. El apóstata pone más el acento en el cambio personal -en la paradoja de que uno sigue siendo de alguna manera parte de eso que pretende cambiar o dejar atrás- que en la política (a la que refiere sólo oblicuamente). Pero no por eso es menos clara su mirada: sin agresividad y con humor el camino siempre es más amable.
Yo no tengo fe Inspirada en la historia real de un joven que trató de apostatar; es decir, conseguir que la Iglesia Católica lo autorizara administrativamente a abandonar la institución, esta nueva película del director de Acné y La vida útil es una ácida crítica con mucho humor absurdo, provocación e imaginación contra la burocracia, la obediencia y la vigilancia. Una película bien española (la cuna de la Inquisición y del franquismo) a cargo de un notable cineasta uruguayo que, a su manera, dialoga con el cine de Marco Ferreri, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Carlos Saura y Marco Bellocchio, entre otros. Como en aquel viaje de ida y vuelta entre una filmoteca (el cine) y la calle (la realidad) que dibujaba la maravillosa La vida útil, anterior película del uruguayo Federico Veiroj, El apóstata se hace fuerte en sus pequeños gestos circulares. Ahí está la fascinante escena en que la cámara se arrima al rostro del protagonista, Gonzalo –el actor no profesional Álvaro Ogalla–, para luego descender por sus ropas hasta el suelo, luego hasta una versión adolescente y macarra de sí mismo, y luego de vuelta al presente, al rostro complacido del protagonista. En este sinuoso vaivén entre un presente turbulento y un pasado añorado se revela el modus operandi de un hombre decidido a no consumar un camino vital que siente demasiado demarcado: condicionado por los rituales de la Iglesia, pautado por la hipocresía de la institución familiar (de tintes burgueses), condenado por la mediocridad de la academia, maltrecho por la incomprensión de los demás y, finalmente, cincelado por una cóctel personal de inmadurez y egolatría. Hay otro revelador gesto circular en El apóstata, más relevante que el giro de unos discos de vinilo o el envío periódico de cartas (¡escritas a mano!). Me refiero a un vertiginoso plano en el que Gonzalo y el obispo al que da vida Juan Calot orbitan alrededor de la cámara de Veiroj sopesando las razones para apostatar del obstinado protagonista. Un ejercicio de dialéctica racional y de bamboleo estético que termina con el obispo señalando hacia una ventanilla en la que dará comienzo el vía crucis burocrático y kafkiano de Gonzalo, que descubrirá en las dificultades para borrar su nombre de los archivos de la Iglesia una prueba más del espíritu autoritario y hermético de dicha institución. Círculos y más círculos, como los que llevan a Gonzalo una y otra vez hasta la cama de su prima Pilar (Marta Larralde), el objeto de deseo prohibido que termina revelándose como eje central de la odisea insurrecta del protagonista. Y luego también espirales, las que la película va construyendo, progresivamente, de los márgenes de la realidad hasta el corazón de la fantasía y la ensoñación, aunque cabe decir que el buñueliano primer plano de la mano de Gonzalo, con pipas en lugar de hormigas, rima cristalinamente con otra imagen que puntúa la sublevación final del protagonista: el resplandor entre mágico y ridículo de un par de monjas vestidas de blanco cegador. Todos estos patrones geométricos que delinean la narración y la forma de El apóstata se desmarcan de la tendencia hacia el minimalismo y la claridad de los anteriores trabajos de Veiroj. Aunque La vida útil ya contenía algunos espejismos entre la realidad mundana y la fantasía cinéfila, la película nunca resultaba laberíntica, como sí ocurre en ocasiones con El apóstata. Uno llega a echar de menos la escritura elíptica y la economía formal de la obra previa de Veiroj. Escrita a ocho manos entre el director, Ogalla, Gonzalo Delgado y Nicolás Saad, El apóstata se asoma peligrosamente al subrayado –como cuando la madre le espeta “eres un egoísta” a Gonzalo– y al exceso simbólico –las uvas del jardín celestial/infernal soñado por Gonzalo, la incontinencia nocturna del protagonista–, cortocircuitando el misterio potencial del relato. Sin embargo, El apóstata termina resultando un triunfo cinematográfico debido justamente a su naturaleza inquieta e incontinente. La película ensaya locuras freudianas: unos viajes físicos a la infancia que tocan el cielo con el rostro cantarín de la prima Pilar adornado por su voz de niña. El experimento tiene un cierto acento bergmaniano. Y, luego, en la recta final, ya embrujada por un cierto surrealismo, la película adopta un tono rabioso y operístico que hace pensar en la exaltación que a veces se apodera de las imágenes del italiano Marco Bellocchio, eterno azote de la hipocresía eclesiástica. Veiroj prueba, a veces se equivoca, a veces acierta, pero nunca se aleja de su protagonista. Se debe a él. Está con él y le dedica uno de sus característicos grandes finales, donde confluyen ritual y sublevación, responsabilidad y gamberrismo, aprendizaje e inocencia, ingredientes mágicos de esta energizante pócima libertaria.
Llega a salas El apóstata, la co-producción con España que dirige el uruguayo Federico Veiroj. La premisa de El Apóstata, la última película del director de La Vida Útil, Federico Veiroj, es simple: un joven que decide apostatar de la Iglesia Católica. Apostatar sería algo así como renunciar, pero formalmente. Gonzalo Tamayo (interpretado por Álvaro Ogalla) en medio de una crisis personal decide entonces apostatar, que esa religión ya no lo representa y comienza los trámites para que su nombre ya no figure en ningún registro de la Iglesia. Tamayo es una persona poco constante con las cosas de su vida sin embargo cuando un día decide apostatar, pone todo su énfasis y ganas en esa meta. Sin embargo la Iglesia, su gran antagonista, no se lo quiere hacer fácil y en el camino otros aspectos de su desordenada vida comienzan a tomar cierto protagonismo. Problemas con sus padres, una prima de la cual está enamorado, una vecina con su hijo y la relación que entabla con ellos, son algunas de las cosas con las que el muchacho tiene que lidiar. El film más que sobre la religión se trata sobre el cambio que su protagonista va sufriendo, un personaje en crisis con él mismo antes que con cualquier otra cosa. Con una banda sonora interesante y muy bien utilizada, El Apóstata se mueve entre diferentes tonos de comedia (a veces más costumbrista, a veces más agridulce, a veces más irónica, a veces más surrealista) que se hilan con precisión gracias a la interpretación principal del actor Álvaro Ogalla. No es un dato menor además que mucho del film esté basado en sus propias vivencias. El apóstata es entonces una película bien dirigida, contada (a través de flashbacks de una carta que envía su protagonista) y actuada. No obstante, ese riesgo interesante que hace al bucear entre diferentes tonos, no se percibe del todo en la trama principal, además de que en algún momento todo se siente un poco apresurado, incluso la resolución. El Apóstata no deja de ser una película pequeña con una historia pequeña (el enfrentamiento a la institución de la Iglesia como bien resalto anteriormente es más una excusa para retratar la profunda necesidad de cambio que tiene su protagonista) pero sin dudas efectiva y entretenida.
La oveja negra del rebaño. Lejos de seguir el calvario burocrático que la apostasía implica, el director se nutre de ese acto de rebeldía para plantear un film abierto y poético, pleno de digresiones, pero que sin embargo parecen conducir todas a su tema central: el libre albedrío. Cosa curiosa: tenía que aparecer un director uruguayo para hacer no sólo la mejor película española de los últimos años, sino también la más quintaesencialmente española, anclada en su cultura y en sus tradiciones más profundas. Federico Veiroj, el realizador de Acné y La vida útil, con la complicidad de su amigo madrileño Álvaro Ogalla, convertido primero en guionista de su propia ordalía y luego también en protagonista, consiguieron de El apóstata una película única en su especie, tan original como accesible, tan amena como misteriosa. Gonzalo Tamayo (Ogalla, cuyo rostro parece escapado de un retrato de El Greco) tiene unos treinta y pico y se diría que no tiene apuro en la vida, salvo para una cosa: apostatar, renegar no sólo de la fe católica que le fue impuesta desde la cuna sino también borrar su nombre de todos los registros de la Iglesia Católica, empezando por su certificado de bautismo. Claro que eso en España no es un trámite fácil, como lo experimentó el propio Ogalla cuando se lo propuso (ver entrevista aparte). Lo notable del film de Veiroj es que, lejos de seguir el mero calvario burocrático que la apostasía implica, se nutre de ese acto de rebeldía para plantear un film abierto y poético, pleno de digresiones, pero que sin embargo parecen conducir todas a su tema central: el libre albedrío. Primero, el ingenuo de Gonzalo no tiene inconveniente en ir explicando racionalmente su decisión a los prelados que se le van interponiendo en el camino: que obviamente no tuvo la posibilidad de elegir; que la educación religiosa recibida fue contraproducente; que de espiritual no tuvo nada y por el contrario se crió bajo el temor y la superchería; que la iglesia predica la pobreza y sin embargo vive en la abundancia. Pero sus interlocutores, por comprensivos que parezcan, no están dispuestos a dejar escapar a una oveja del rebaño: “En caso de duda, no hacer mudanza”, le sugiere uno de ellos citando a San Ignacio. El hecho de que la película esté narrada no sólo desde el punto de vista de Gonzalo sino a través de una serie de cartas que él va redactando a un amigo, aporta una subjetividad al film que le permite incorporar distintas situaciones y elementos, algunos decididamente oníricos, que parecen provenir tanto del universo de Buñuel en general como de La prima Angélica (1974), el recordado film de Carlos Saura, en particular. “Hacia Roma caminan / dos pelegrinos, / a que los case el Papa, / porque son primos”, cantan difusamente desde la banda de sonido Federico García Lorca y La Argentinita en el comienzo mismo del film, planteando el que será un leitmotiv de El apóstata: el deseo que Gonzalo siente por su bella prima Pilar (Marta Larralde), que viene desde la infancia y que, como entonces, sigue siendo correspondido. Pasado y presente se cruzan entonces en el imaginario de Gonzalo, que en un viaje a una celebración familiar, en una casona campestre rodeada de olivos, no deja de disfrutar con su prima de ese raro, secreto momento de serena felicidad que significa la siesta de los mayores, como cuando eran niños. El deseo sexual –uno de los principales enemigos de la religión católica– es, de hecho, uno de los temas centrales del film y, aunque nunca explícito, reaparece una y otra vez, ya sea en esa pesadilla que encuentra a Gonzalo en un extraño campo nudista, como en los avances de una mujer desconocida en un ómnibus, o en el “cosquilleo” que surge entre él y una atractiva vecina, tal como lo define el pequeño hijo de ella. De esa idea inculcada de culpa, de pecado es de la que Gonzalo también parece querer escapar con su apostasía. Aunque de una sobriedad clásica en su puesta en imágenes, el estilo de Veiroj no deja de ser disruptivo, particularmente cuando consigue darle una dimensión mayor, diferente, a algunas escenas con la sorpresiva irrupción de una banda sonido tan sinfónica como anacrónica. El director ya había probado ese recurso en La vida útil y aquí lo profundiza, utilizando fragmentos de compositores muy cinematográficos, como el alemán Hans Eisler, que probó suerte en Hollywood, o Serguéi Prokófiev, de su suite para el Alejandro Nevski (1938) de Eisenstein. Pero es en el final –con una corrida por las calles madrileñas de una filiación muy nouvelle vague– donde la pista de sonido vuelve a ser, como al comienzo con Lorca, profundamente española, ahora con el cantaor flamenco Enrique Morente desgranando unos versos que también hacen a la búsqueda incierta del personaje y del film: “Si yo encontrara la estrella que me guiara, / Yo la metería muy dentro de mi pecho y la venerara, / Si encontrara la estrella que en el camino me alumbrara...”
BORRARSE DE LA IGLESIA Dirigida por Federico Veiroj, protagonizada por un actor no profesional Alvaro Ogalla (co guionista igual que el director) es una comedia encantadora, disfrutable, hecha con talento. Inspirada en un hecho real. El protagonista quiere apostatar, ser eliminado de los registros de la Iglesia porque descree profundamente de ella. Este hecho que impulsa la vida de un hombre desorientado, mal estudiante, enamorado de su prima, deslumbrado por una vecina, reprendido por su madre horrorizada, da pie a un film inteligente. Entre fantasía y realidad, con una mirada piadosa, amorosa para sus personajes. Pero también con críticas profundas a la organización y burocracia tanto de la Iglesia y al poder en general. Verla es un placer.
La tercera película de Federico Veiroj confirma el talento y la calidez del director más interesante de cine uruguayo del presente Al personaje de El apóstata, un eterno estudiante de filosofía, le habría gustado conocer estas líneas de Philip Larkin: “Y una vez que has recorrido la extensión de tu mente, lo que / gobiernas es tan claro como un registro de cargas; / no debes pensar que alguna otra cosa existe. / ¿Y cuál es el beneficio? Solo que, con el tiempo, / identificamos a medias las ciegas marcas / que todas nuestras acciones llevan, podemos hacerlas remontar a su origen”. Gonzalo Tamayo ya está grande para estudiar. Ya ha pasado los treinta, probablemente, y si bien tiene un cómodo departamento en Madrid y trabaja dando clases de apoyo a chicos que todavía van al colegio, todo indica que está impedido de tomar las riendas de su propia vida. Como sucede con cualquier mortal, identifica un enemigo simbólico que lo retiene, contrincante que se encarna en una institución pero que tiene ramificaciones en otras. Para Gonzalo apostatar de la fe católica que jamás eligió es también trabajar un necesario distanciamiento y una ruptura aplazada con su propia familia, institución primaria que distribuye los primeros signos con los que toda persona leerá en principio el mundo de los otros y edificará su lugar en él. Es por eso que la tercera película del uruguayo Federico Veiroj no es otra cosa que la solitaria lucha interior de un hombre frente a esos signos que detienen su deseo, o las ciegas marcas que lo constituyen, pero que asimismo intuye que existen posibles desvíos y grietas en ese armazón de signos prestados. Basada parcialmente en la propia experiencia del actor, Álvaro Ogalla, debut promisorio frente a cámara, El apóstata empieza con un requerimiento del protagonista a la Iglesia que puede resultar anacrónico pero que aún hoy sigue sucediendo: el feligrés que quiera apostatar encontrará que borrar los registros que lo unen a la institución que representa su fe caída supone casi una épica de la paciencia. La burocracia no es aquí una prerrogativa del Estado burgués sino también un funcionamiento arraigado en el sistema administrativo de asuntos espirituales de una institución medieval que evoca un poder invencible. El pastor cuida celosamente del rebaño, y persuadir al creyente, cuando este se entrega a la dubitación, es una misión salvífica, como también ridícula. Los encuentros de Gonzalo con el obispo Jorge son excepcionales porque combinan el costado dramático de la situación con su dimensión cómica, incluso onírica; acaso este último término puede entenderse como la vía de acceso a una poética general que establece y organiza el tono flotante y difuso del relato. En efecto, una forma de mirar El apóstata es como un conjunto de fragmentos oníricos que se sustituyen y conforman el argumento general, una duplicación del flujo de conciencia del personaje: un hombre pelea por su libertad de creencia, un hombre ya no quiere pertenecer a nada, pero todo eso se cuenta como en un sueño disimulado. Sin embargo, hay algunas secuencias que son concebidas voluntariamente de ese modo, y una en particular es de una eficacia magnífica, ya que pone de relieve el deseo del protagonista y la presencia castradora de la madre. La secuencia es de una elegancia indesmentible y reúne a varias personas en una convención heterodoxa que se celebra en un edificio cifrado; es también un reconocimiento honesto y amoroso por parte de Veiroj a uno de los grandes cineastas oníricos de todos los tiempos, el gran Darezhan Omirbayev. La escena recién aludida se delata a sí misma en su cierre como un sueño, pero ese mecanismo de juntar situaciones extrañas persiste, pues las formas de asociación que el personaje suele tener bien pueden atribuírseles a las intrincadas relaciones que la actividad onírica pone en juego. La secuencia inicial, por ejemplo, tiene ese misterio: un primer plano sobre una mano en el césped, seguido luego por un plano de Gonzalo sentado en el suelo y de inmediato contrastado con otro en el que se ve a un hombre entre los arbustos de una plaza con un grabador en la mano mientras suena un pasaje de Romance pascual de los peregrinitos, tiene muy poco de naturalista y mucho de paisaje de sueños. En otra escena, a través de una ventana de la iglesia en la que Gonzalo tiene que hacer todos los trámites jurídicos para conseguir su apostasía se verá pasar repentinamente a un penitente azotándose; en una comida familiar, la voz de la prima de Gonzalo adolecerá de una transformación paulatina hasta acabar sonando como en la infancia. La puesta en escena deliberadamente enrarece la propensión de lo cotidiano a prescindir de cualquier elemento disruptivo; lo onírico fagocita lo real. ¿Cómo sucede? A veces cambiando la escala de la percepción, como cuando Gonzalo va a firmar el documento que lo desvincula de la entidad eclesiástica: los planos contrapicados y los picados con los que se transmite la interacción entre Gonzalo y los religiosos, que también materializan la asimetría del poder, o la irrupción de un elemento absurdo (un religioso masticando un muslo de pollo en un contexto inadecuado) fomentan una cualidad inverosímil que reenvía la representación a un escenario onírico. Veiroj, además, es uno de los directores de su generación que mejor comprende la utilización de música extradiegética en las películas. Los momentos elegidos para que intervengan fragmentos musicales de Prokofiev y Eisler son sorprendentes, ya que no se relacionan con la configuración emocional de los personajes o un apoyo melódico de la naturaleza del relato sino con un tono que remite a la tradición del cine clásico. Veiroj no quiere ser clásico (es imposible), pero para ser moderno hay que reconocer la trama de innumerables relaciones que un filme establece con otros. Veiroj es un cineasta cinéfilo, alguien que no filma como si nada hubiera sucedido antes. Hay dos subtramas en el filme que están en sintonía con el deseo del personaje y el inicio de otro período de su vida. La relación que Gonzalo tiene con su alumno, el hijo de una vecina de unos pisos más abajo de su departamento, es mucho más que un artificio retórico del filme para darle una actividad al personaje. Los intercambios visuales entre el niño y el profesor deparan algunos breves momentos de ternura que a su vez igualan a los dos personajes en una aventura que ambos tienen que abordar: el niño empieza a sentir atracción por sus compañeras; el profesor, tal vez aún un niño cruel, como lo describe su prima en una discusión que tienen un poco después de tener sexo, necesita una nueva vida. En las películas de Veiroj, los personajes siempre atraviesan un período de transición determinante para sus vidas. En Acné, el adolescente descubre el sexo y el estado de enamoramiento; en la magistral La vida útil, el viejo cinéfilo que se ha quedado sin trabajo debido a que la cinemateca en la que trabajó toda su vida ha cerrado debe encarar la aventura de poner en escena los aprendizajes que hizo con el cine para encaminar su nueva etapa de vida; en El apóstata, el estudiante crónico necesita romper con todo su pasado para terminar su carrera y reconducir los dictámenes del deseo a una fase aún desconocida. Todos ellos participan de una tarea subjetiva que no siempre las personas deciden asumir, la de al menos probar escribir por ellos mismos los signos que configuran esa urdimbre de palabras con las que alguien no es ni nadie ni cualquiera ni todos. El apóstata es un noble y breve cuento sobre la autonomía, también una pesadilla liviana acerca de las creencias que no se eligen y que tienden a suprimir cualquier atisbo de desobediencia. Nada más hermoso entonces que ese plano congelado en el final, cuando el héroe y su aprendiz le dan las espaldas a las instituciones que piden humildad y acatamiento.
El hombre que renegaba de la fe Un señor de 38 años a medio cocer. O, como se solía decir, que le falta un golpe de horno en determinación, estudios, trabajos, relaciones familiares y de pareja, y que vive como si fuera a ser eterno. Pero pensemos un momento: quizás este señor tenga razón y la suya sea la manera sabia de encarar este mundo. Aclaremos: Gonzalo, el señor aparentemente gris en cuestión, quiere ser apóstata, es decir, renunciar a la Iglesia Católica. Pero el trámite, como todo trámite en la tradición hispana, no es fácil. Es más bien un engorro: hay instancias administrativas insoportables, y el intento, los intentos, las perseverantes persuasiones para convencer al que quiere irse del rebaño de que se quede. Sin embargo, no se trata de una película sobre la iglesia y la fe; o sí, pero no solamente. El apóstata, tercera película del uruguayo Federico Veiroj, el de Acné y La vida útil, está centrada en un personaje masculino, como esas dos obras previas. Gonzalo no es inmediatamente atractivo, pero es un personaje que brega, que avanza en ambientes en los que el absurdo acecha. Gonzalo se mueve con extrañas maneras, con algo así como una resignación desafiante, con una forma entre etérea y terrenal de llevar adelante sus luchas, tanto las (no) religiosas como las académicas o familiares. Gonzalo puede fracasar, pero mientras tanto camina el mundo con una extraña manera de ser irresistible, con cierta inopinada aristocracia vital sin dejar de ser un poco zaparrastroso. En ese logro de presentar un personaje así de fuerte brillan tanto el actor Álvaro Ogalla como Veiroj. Ogalla, de presencia física nada liviana, se hace liviano al andar, como si sus pisadas no tuvieran mucha fuerza. Sin embargo, a la vez, parece pertrecharse de capas de resiliencia imposibles de notar pero que actúan y reaccionan frente al mundo de maneras sinuosas. Y Veiroj, por su parte, rodea a su personaje con, y extrae de él, un tono singular, que se relaciona con una película de Marco Ferreri como La audiencia y una de Marco Bellocchio como La hora de la religión, pero que además recupera enseñanzas de Luis Buñuel y hasta de Luis García Berlanga. Indefinición a favor de la fluidez, personajes hábiles y no transparentes, realismo extrañado, la notable fotogenia de una actriz más que apta para el cine como Bárbara Lennie, el aire de sátira volátil, los sueños disruptivos: la fascinación sin estruendos que puede provocar El apóstata es propia de una película extraña y osada. Un poco como Kiarostami en Copia certificada, Veiroj hace su primera película en Europa y le recuerda sutil y ladinamente al cine europeo algunos de los ingredientes que usaban los grandes maestros del continente.
Young man’s struggle gives way to unexpected hardships typical of absurd comedy Points: 8 How hard is it to break free from the Catholic Church? And I mean literally. How hard is it to excommunicate yourself from an unyielding Church that has less and less worshippers? Considering it’s an archaic institution that still exerts power on many countries, it’s not hard to guess that it must be quite difficult. And according to El apóstata (“The Apostate”), the new film by Uruguayan filmmaker Federico Veiroj, who delighted demanding moviegoers with the melancholic and subtly understated Una vida útil (“A Useful Life”), the truth is that erasing all your records from the Catholic Church can also give way to a series of hardships typical of the theatre of the absurd. And that’s only the beginning. El apóstata is set in today’s Spain and is loosely based on the story of Álvaro Ogalla, a friend of Veiroj’s who plays himself and also co-scripted the film. And while it’s been fictionalized for narrative purposes, you can feel it boasts a great deal of truth. Like An Useful Life, Veiroj’s new film is superbly restrained and it states its ideas in a very appropriate low-key manner. Which does wonders for the performances — among other things. The mould of comedy with an occasional touch of Luis Buñuel is ideal to prevent the film from becoming solemn about its promise. Which doesn’t mean it shouldn’t be taken seriously; on the contrary: it should, but from a lighter approach — even if that sounds as a contradiction. Gonzalo Tamayo (Ogalla) is a philosophy student who’s always about to graduate but actually never does. He doesn’t commit to any long-term plans and it doesn’t look like he’s passionate about anything in particular. But he sure wants to apostatize himself from the Church. And for a number of reasons, all of them valid. He didn’t choose to be baptized, and he feels no connection whatsoever with any of the essential truisms of the Catholic faith. He feels he’s not represented by it at all and also disagrees with how the Church deals with the teachings of Christ — like if priests and the Vatican are meant to be austere, how come they have so much money? What he didn’t anticipate is that he’d be so frustrated in his attempt to have his name removed from the baptismal records, thanks to the Church’s bureaucracy and impediments. Bishop Jorge (Juan Calot) is the man who tries to persuade him to abide by his faith, by basically saying a lot of nonsense that he intends to disguise as wisdom. Here the absurd begins to surface. And to think that Bishop Jorge is only the first obstacle Gonzalo finds in his way. Besides playing Don Quixote, during his free time our anti-hero also tutors Antonio (Kaiet Rodríguez), the son of Maite (Barbara Lennie), an attractive woman who lives next door and with whom he talks sometimes. Then there’s also his cousin Pilar (Marta Larralde), with whom he’s been fascinated since childhood. And, of course, there’s his mother (Vicky Pena), an overbearing, bossy woman who never leaves him alone. Talk about breaking free from higher powers. So his need to apostatize from the Church can also be seen as a need to free himself from a dull life that brings no surprises whatsoever. Perhaps he fantasizes that by not being Catholic anymore, he could start over from scratch in all regards. While Veiroj never makes a strong point of it, symbolically speaking, it may not be the weight of religion that’s most overwhelming. It’s a good thing that there’s a degree of ambiguity at the roots of Gonzalo being such a slacker. Plus the overall carefully constructed languid atmosphere, with splashes of dead-pan humour, adds up to a layered depiction of this young man in crisis. Also, there’s a dream sequence where Gonzalo is to attend a meeting of wannabe apostates which suddenly turns into some sort of nudist colony that leaves him very disoriented — the sequence plays in a down-to-earth way, as master of surrealism Buñuel used to do. Performances are top-notch, with Ogalla heading the list. What’s most amazing is how the director fluently elicits the most natural reactions from the entire cast. As regards cinematic technique, there’s nothing to complain about. The cinematography is always unobtrusive and articulate. One possible flaw is that the narrative does drag a bit from time to time. While the deliberate slowness of the pace is right for the general mood of the drama, it also feels somehow lethargic, which is more noticeable since some notions are repeated more than necessary. That’s when you may feel the film loses momentum. Then again, since this is clearly voluntary, it’s actually up to viewers to decide how it works for them. Production notes El apóstata (2015). Directed by Federico Veiroj. Written by Federico Veiroj, Gonzalo Delgado, Nicolas Saad, Alvaro Ogalla. With Alvaro Ogalla, Marta Larralde, Barbara Lennie, Vicky Pena, Kaiet Rodriguez, Juan Calot. Cinematography: Arauco Hernandez. Editing: Fernando Franco. Running time: 80 minutes. @pablsuarez
El vano esfuerzo de emular a Buñuel Madrid, probablemente en los 80. Un flaco desprolijo, cara de recién levantado, que no trabaja ni estudia -aunque poco le falta para terminar una carrera universitaria-, decide apostatar de la Iglesia Católica. Lo hace, entre otras razones, para no figurar más en el porcentaje de fieles bautizados. Surgen así unos supuestos trámites siempre largos, y un obispo conservador. Hay además una madre que llora avergonzada del hijo inútil, una prima y una vecina que le encuentran una utilidad básica, y cada tanto hay un disparate onírico. El mejor de ellos ocurre en una vieja casa de estudios, donde un pizarrón anuncia "España apóstata. Salón 107. III Encuentro Nudista. Salón 109". La idea es digna de Buñuel, pero, lamentablemente, Buñuel se fue y el autor de esta película está lejos de sucederlo. Muy lejos. Lo suyo es apenas una humorada sin mayor gracia, con un discurso anticlerical ya perimido y una languidez contagiosa. El autor es Federico Veiroj, montevideano de origen, nacionalizado español. Intérprete y coguionista, Álvaro Ogalla, en la vida real proyectorista del microcine de la Academia Española.
El protagonista de El Apóstata es interpretado por el madrileño Álvaro Ogalla. No es actor profesional, aunque trabaja detrás de cámara hace muchos años. La particularidad del film es que la trama condice con una situación particular de la vida personal del joven: su decisión de separarse de la Iglesia. El director uruguayo Federico Veiroj, conocedor de la historia, decidió hacer una película a partir de ese disparador. La apostasía eclesiástica trae consigo polémicas milenarias. Algunos cristianos creen que llegará la Gran Apostasía, otros defenestran a quienes toman estas decisiones, algunos simplemente las aceptan. El asesino y cruel Manasés, rey de Asiria que gobernó 600 años antes de Cristo, es considerado un ícono dentro de los célebres apóstatas, así como también el idólatra de los profetas Acaz, otro rey de Judá que gobernó 100 años antes que Manasés. Sin tener nada que ver con asesinatos u otros crímenes, un caso de apostasía se presenta dos milenios adelante: el de Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla), un treintañero español al que sus padres bautizaron sin su consentimiento. El Apóstata es el tercer largometraje de Veiroj. Tanto en Acné (2008) como en La vida útil (2010), el relato avanza motivado por el camino hacia el objetivo de un personaje principal, con sus respectivos problemas de entorno. Gonzalo Tamayo, que es el alter ego del nombrado Álvaro Ogalla -y a la vez es interpretado por él-, se plantea situaciones referidas a su pasado, como la relación con sus padres, un amorío con su prima y su bautismo involuntario. El personaje se enfrenta a la burocracia del apostatado en España y a fantasmas que, como si estuvieran en cada lado de sus hombros, le aconsejan. La historia, llevada adelante por un buen manejo de Veiroj para lograr las naturales y excéntricas interpretaciones de su reparto, es tan reincidente como los obstáculos con los que se topa el protagonista para lograr su cometido. A medida que corren los cortos 80 minutos, los personajes secundarios toman fuerza y logran despistar el camino sin rumbo del personaje en su lucha contra la burocracia y sus propios ideales. La naturalidad de la representación del caso Ogaya-Tamayo y la cuota de humor negro que impone el director quitan a El Apóstata del común de vacuos dramas religiosos que llegan cada vez más a menudo a las carteleras. Situaciones oníricas, satíricas y surrealistas aparecen efectivamente en el recorrido del protagonista y otorgan esa cuota de sorpresa que rompe con algunas lagunas de monotonía, algo que también causa la “buñuelística” música del mismo Ogalla. Más pequeña que Ida (2013) y El Club (2013), aunque no por eso menos provocadora, El Apóstata fue seleccionada en el Festival de Mar del Plata y obtuvo la Mención especial del jurado en el de San Sebastián. Veiroj logra expresar y refrescar, de forma sutil y brutal a la vez, un tema cuestionado en forma milenaria. Convierte la historia real de un caso de apostasía en un cuento mágico, oscuro y provocador, o sea, la vuelve cinematográfica.
PARE DE SUFRIR Por Gustavo Castagna - 25/08/2016 Compartir Facebook Twitter Extraño, sugestivo y riesgoso tercer film del cineasta uruguayo Federico Veiroj (la entrevista aquí), luego de recorrer la etapa adolescente y su final (Acné) y las vivencias de un cinéfilo de la vida en la maravillosa La vida útil con esas imágenes de Jorge Jelinek atreviéndose a unos pasos de baile. Extraño porque, tomando las experiencias propias de Álvaro Ogalla (el intérprete principal), la trama describe una decisión terminal: Gonzalo Tamayo, personaje central, renuncia a la religión católica y desde allí emprende una travesía personal para lograr su objetivo. Si ya de por sí resulta curiosa la propuesta, la película sugiere más de lo que ofrece de manera eficaz, eligiendo un tono meditabundo, de esquema laberíntico, invocando al humor español de los años 50 (el cine de Marco Ferreri, por ejemplo), sin necesidad de caer en el subrayado de la denuncia explícita. El tono elegido por Veiroj, por lo tanto, invita a desovillar una historia que no descansa en lugares comunes y en contundentes explicaciones. Y allí aparecen los bienvenidos riesgos de El apóstata, sorteados en su mayor parte con una altísima calidad cinematográfica de acuerdo a la elección de la puesta en escena. Los aspectos públicos y privados de Tamayo confluyen en la historia de manera elegante, presentando a un personaje que transmite sus vivencias en forma acumulativa, provocando más de una sorpresa en el espectador. La relación que establece con el pequeño hijo de su vecina y con la vecina misma, su amor por su prima y el deseo a flor de pìel de ambos, las conversaciones con su madre quien critica a al vástago por la decisión tomada, los momentos en que el realismo le deja lugar a un par de escenas planificadas a través de raptos oníricos, que de algún modo representan las libertades que el personaje comenzaría a disfrutar debido a su divorcio con la fe católica. Justamente, en esas escenas, El apóstata juega a todo o nada debido a su propuesta original, encontrando un equilibrio perfecto entre la privacidad del personaje y la misión a la que se dirige con el fin de borrar toda huella de su educación religiosa. Pero no se está ante una intriga kafkiana como aquella de La audiencia (otra vez Ferreri) ni tampoco frente a una declaración rabiosa en contra de la iglesia (al estilo Nanni Moretti). El apóstata expresa sus motivaciones temáticas y formales desde otro lugar, más inasible y menos concluyente, más permeable a la discusión a través de la ironía en lugar de levantar el dedito acusador que denuncia desde el exceso retórico. Es allí en donde se convierte en una película original que, sin embargo, confluye en más de una ocasión con la historia de La vida útil: dos personajes que necesitan vivir una zona de cambios; uno, saliendo del refugio de una cinemateca, el otro, escapándose de la educación recibida desde el origen. Dos mundos que huyen del encierro, dos vidas particulares que se animan a mirar hacia adelante sin culpa ni vergüenza alguna. EL APÓSTATA El apóstata. España/Francia/Uruguay, 2015. Dirección: Federico Veiroj. Guión: Álvaro Ogalla, Gonzalo Delgado, Nicolás Saad y Federico Veiroj. Fotografía: Arauco Hernández Holz. Edición: Fernando Franco. Dirección de arte: Gonzalo Delgado. intérpretes: Álvaro Ogalla, Bárbara Lennie, Marta Larralde, Vicky Peña. Distribuidora: Cinetren. Duración: 80 minutos.
Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla) quiere que lo retiren de la base de datos de la Iglesia, a los que inician ese proceso se los llama apostatas, proceso que no supone abandonar la fe católica ni volverse ateo, simplemente es un habeas data religioso. Ese proceso es el objeto del film y de todas las vicisitudes que tiene al enfrentarse a la burocracia eclesiástica y a su vez a los temas familiares y afectivos que vive. In Focus: Federico Veiroj Tamayo y Obispo Jorge Gonzalo es un personaje que al mirarlo podemos dudar de su madurez y de su inteligencia pero lo que es indubitable es su honestidad y su decisión de seguir adelante con su derecho sobre sus datos personales, así contado la historia no sería más que un film de enredos con cierto nivel de comicidad pero lo que la hace diferente es el cómo. Federico Veiroj define a este personaje de una manera extraña que pendula entre la euforia, la melancolía y ciertos estados metafísicos que transforman en original y entrañable a la cinta. Un ser con ciertos aires de endogamia ya que se encuentra enamorado de su prima Pilar y sus días pasan ente su familia y un niño (Antonio) vecino al que lo ayuda con las tareas escolares y de cuya madre siente una fuerte atracción. Como para reforzar esa impronta el film comienza en forma epistolar donde Gonzalo le escribe a “javi” y no sabemos si es una persona real o imaginaria, combinando (con un montaje desparejo y poco convincente) momentos de vigilia y momentos de ensoñación que producen ese clima de encierro que no llega a ser pesadilla. apostata_CLAIMA20151027_0186_15 Los personajes de los films de Veiroj son seres atrapados en la tradición y en la familia como Jorge en la vida útil y el adolescente Rafael Bregman en Acné, largometrajes del uruguayo anterior al Apostata, en todos el sexo parece ser un pasaje, un cambio de estatus, un pasaporte a una exterioridad saludable y necesaria. Si bien el film es muy español, metido en su cultura y sus tradiciones y simbologías también resulta extrañada gracias a ese personaje que en su extrema inmadurez busca la quimera de crecer sin dejar de ser niño, que como dice una vieja canción popular que se canta en el film, está perdido en su cuerpo, el encuentro entre el niño y el hombre sin anularse parecen ser la utopía de Veiroj. Festival de Cine - Zinemaldia. "El apóstata". Estrenada en septiembre de 2015, en el Festival Internacional de Cine de Toronto, El apostata cuenta con un elenco importante donde destacan el debutante Álvaro Ogalla, las bellas Marta Larralde como la prima tan deseada, Bárbara Lennie como la sexi vecina y madre de Antonio (el luminoso Kaiet Rodríguez) y Vicky Peña como la madre. Alvaro Ogalla Alvaro Ogalla Ha trabajado en cine toda su vida, en áreas técnicas y de programación. En la Filmoteca Española, el Círculo de Bellas Artes, la Sala de proyecciones del Museo del Prado,la Academia de Cine de España, el Matadero de Madrid, en festivales como Documenta Madrid, San Sebastián, Sáhara, entre otros. Además de ser uno de los co-guionistas e iniciadores de la idea original de El apóstata, su personaje, Gonzalo Tamayo, marca su debut como actor protagonista. veiroj Federico Veiroj Nació en Montevideo, Uruguay, en 1976, y es licenciado en Comunicación Social. Colaboró con la Cinemateca Uruguaya y trabajó en la Filmoteca Española en Madrid. Dirigió cortos, como De vuelta a casa (2001) y Bregman, el siguiente (2004) y los largos Acné (2008; nominado al Goya a la mejor película hispanoamericana) y La vida útil (2010). Share this:
Para olvidar el pasado, mirar al futuro y poder emanciparse, Tamayo, un hombre de unos treinta años, decide apostatar ante la institución eclesiástica. Durante el arduo proceso burocrático, recordará la intermitente relación que mantiene con una prima, algunos actos crueles de su niñez, su vínculo con una espiritualidad ajena y sus dificultades para seguir el camino paterno. En coproducción entre España, Uruguay y Francia, llega El Apóstata, film dirigido por el uruguayo Federico Veiroj, quien nos presenta un relato acerca de los inconvenientes con la Fe que presenta el madrileño Álvaro Ogalla. Federico Veiroj y el mismo Álvaro Ogalla idearon el guion de esta historia, donde el actor personifica a Gonzalo Tamayo, un joven que realiza los trámites frente a la Iglesia Católica para apostatar, es decir, lograr que se lo autorizara administrativamente a abandonar la institución. El apóstata consigue su punto más fuerte en los pequeños gestos y en el tono elegido para apelar al humor desde su enfoque irónico. No trata de generar grandes reflexiones acerca de la religión, por el contrario, manifiesta una crisis de fe a la que cualquier cristiano podría sumergirse de forma inconsciente, pero no indagando en las autoridades que se encuentran detrás de la Iglesia Católica, las denuncias a la institución, los conflictos que trae aparejada desde hace décadas. El guion se mantiene clásico en cuanto a su estructura a pesar que podría haber jugado de otras formas con lo atractivo de su historia y siendo que cuenta con importantes subtramas que acompañan el relato. Y dentro de los aspectos técnicos, prevalecen las buenas composiciones que permiten su fotografía (hay planos con profundidad que nos cuentan lo que las palabras silencian), y es muy bueno el acompañamiento de la música. Y respecto al inexperimentado actoralmente Álvaro Ogalla, con su personaje principal lleva adelante una muy buena interpretación, funcional a lo que se cuenta: una fábula íntima sobre la necesidad de crecer. El apóstata lleva adelante un tema que a simple vista pareciera grave y polémico, pero se encarga de destruir cualquier prejuicio al respecto con un tono liviano pero no por eso de menor profundidad.
Dirigida por el uruguayo Federico Veiroj (Acné, La vida útil). Relata la vida de Gonzalo Tamayo, un muchacho imaginativo, predispuesto, algo vago e inmaduro que se encuentra terminando su carrera en filosofía y decide renunciar a la religión católica. Se van mostrando distintas situaciones, una serie de anécdotas y que fue lo que lo llevó a tomar ciertas decisiones. Con toques de humor, discreta y entretenida. Tiene algunas similitudes con alguna película de Woody Allen, sobre todo cuando toca temas relacionados con la religión.
El Apóstata: Descreer o reventar Una coproducción española – uruguaya explora los ideales de un hombre que busca dejar de pertenecer a la Iglesia Católica a cualquier precio al tiempo que escapa a toda velocidad de la madurez La rebeldía, la crítica al sistema y la emancipación son los tres pilares en los que se sostiene a lo largo de su extensión la película El Apóstata que este jueves se estrenó en la cartelera porteña. Esta co producción hispano uruguaya no busca romper ningún molde sino contar la historia de un hombre que, al borde de los 30 años y sin mayores pretensiones de la vida, encuentra un objetivo que lo moviliza en su deseo de renunciar a la fe católica. Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla) comienza los trámites para que la Iglesia Católica remueva de sus registros su fe bautismal ya que considera que nadie debe tener sus datos. Pero mientras se concentra en cumplir sus objetivos, Gonzalo –que aplaza indefinidamente sus estudios en la facultad de Filosofía- ve como una serie de eventos va cambiando su vida, ya aburguesada de por sí, hacia una incertidumbre que lo atemoriza. Por eso, Gonzalo prefiere volver a intentar conquistar a su prima (Marta Larralde), que se separa y se reconcilia con su novio todo el tiempo, en lugar de apostar por su vecina (Bárbara Lennie), a cuyo hijo le da clases particulares. El director uruguayo Federico Veiroj apuesta por construir una visión caleidoscópica del personaje que permite conocer el pasado y presente del protagonista sin que por ello el relato sufra la proliferación de flashbacks, e ir imaginando lo que se le viene encima a Gonzalo: el momento de madurar. Un detalle muy bueno sobre este film es que logra construir con un relato sencillo y sin grandes pretensiones, una idea de épica que es la que lleva adelante Gonzalo, como un cruzado del siglo XXI que busca vencer al sistema con un puñado de papeles como arma. El Apóstata es una bella sorpresa en una semana cargada de estrenos ultra-promocionados e irrelevantes que no va a cambiar la forma de ver la vida de nadie. El Apóstata sí que lo hace.
Pese a que todavía no hay una industria, el cine uruguayo no dejó de dar directores que lograron abrirse camino en la cinematografía mundial. Años atrás, la dupla Juan Pablo Rebella/ Pablo Stoll abrió el camino gracias a 25 Wats. Luego aparecieron Adrián Biniez (argentino, pero que vive y trabaja mayormente del otro lado del Río de la Plata) y Federico Veiroj. Gracias a Acné y La Vida Útil, Veiroj se volvió un nombre habitual en los más importantes festivales de cine. El Apóstata es la nueva muestra de su mirada sobre el ser humano, siempre en clave de un cuidado humor. A los treinta y pico de años, descontento con que de nacimiento le haya tocado la religión católica, Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla) está determinado a apostatar. No quiere ni figurar en los registros de bautismo, no se siente representado por la Iglesia, no quiere saber más nada. Para cumplir con su objetivo, deberá visitar a distintos sacerdotes y obispos que, lejos de ceder, tratarán de recomponer su fe en la iglesia. Un proceso arduo, no exento de burocracia, que Gonzalo deberá balancear con su vida diaria: familia, trabajo, estudios, recuerdos, además de algunos sueños y pesadillas de ribetes cristianos. Inspirada en un episodio real de la vida de Ogalla, la película está contada como una comedia que, lejos de ser anticlerical o de ir por la polémica fácil, presenta con honestidad -y calculados toques de delirios oníricos- la cruzada de Gonzalo. Tanto las autoridades eclesiásticas como su familia desaprueban su idea, pero él no piensa detenerse, al tiempo que debe arreglar y definir una serie de cuestiones personales nada relacionadas con la religión. Como otros de los antihéroes de Veiroj, está en un momento crucial de su vida y, con sus pocas armas, se predispone a enfrentarse a los nuevos horizontes. Es su debut como actor, Ogalla no desentona en un papel con algo de su propia vida. Sus modismos, su aire melancólico y su inusual presencia recuerdan a Daniel Hendler (sobre todo, cuando trabajaba a las órdenes de Rebella y Stoll y en buen número de films nacionales). Debe cargarse la película al hombro, lo hace con autoridad, respaldado por la dirección de Veiroj y un sólido elenco secundario, empezando por las autoridades del clero y el niño al que da clases particulares. Lejos de quedarse en la historia de alguien que quiere renunciar al catolicismo, El Apóstata presenta a un individuo en pleno proceso de cambio en general. Un tema nada fácil, que Federico Veiroj vuelve a plantear con un tono exacto, que invita a la sonrisa y a la reflexión.
A Gonzalo Tamayo se lo ve algo perdido. No termina de conectar con sus estudios, aunque ya es un chico grande, va algo desaliñado, entre amores con una prima, las clases al vecinito del edificio, la relación con su madre. Pero en su decisión de apostatar, de ser borrado de los registros de la iglesia católica donde fue bautizado y tomó la comunión, se lo ve completamente seguro. Su pequeña cruzada particular es a la vez absurda y totalmente razonable. De manera algo cándida pero implacable, Gonzalo argumenta frente a jerarcas de sotana porqué quiere dejar de formar parte de la institución. Por qué no cree. El director uruguayo Federico Veiroj hace con este asunto una comedia austera pero atractiva, atravesada por un humor latente, que no intelectualiza ni cae en la tentación de sumar largas parrafadas filosóficas sobre Dios o no Dios. Con inteligencia, Veiroj y su equipo, apuestan por mostrar, por seguir a su personaje decidido a no dejarse convencer de que lo suyo no vale la pena. Tampoco lo juzgan. Si estamos ante un diletante, un sobreadaptado o un rebelde sin causa queda a criterio del espectador. Y así, desde su detalle, El Apóstata se mete con la relación de los individuos con las instituciones, o la imposibilidad para salir de ellas. Nada menos.
La historia es la de un estudiante de filosofía de más de treinta años que quiere apostatar. Es decir, que se borre su registro de bautismo y abandonar la Iglesia Católica. Es el punto de partida para una película original y -el término es el más justo- fresca que habla de otra cosa: la necesidad (cada vez más tardía, eso también es tema) de abandonar la infancia y la adolescencia y enfrentarse al mundo como una persona madura (que no vieja, claro). El asunto de la apostasía está tratado como un pequeño thriller que sirve para integrar los episodios de la vida del protagonista, ligarlos con la infancia y darle el impulso para cambiar las cosas. Curiosamente -o no tanto-, es el contacto con un niño y su madre lo que termina de otorgarle al protagonista el puente para cumplir sus deseos. Fábula de un humor y una ternura notables, se trata de dejar un mundo para ingresar a otro con una última y genial travesura. Haga lo posible por verla.
En medio de un vendaval de premiados títulos latinoamericanos que parecen manejar variables del mismo miserabilismo for export, la película de Federico Veiroj es un regalo a los sentidos, un descanso de tantas torturas, sacrificios y maltratos a los personajes y a los estómagos de los espectadores. Sí, es cierto, EL APOSTATA es más una película española que uruguaya, pero la sensibilidad creativa de Veiroj sigue ahí, como en sus películas previas: ácida, extrañada, desafiante, original, fascinante. En otras manos, esta película sobre un joven español que decide “apostatar” (ser excluido de todos los registros de la Iglesia Católica) podría haber sido tanto un drama oscuro como una película de denuncia convencional. En manos de Veiroj es un producto inclasificable: un poco Luis Buñuel, un poco Nanni Moretti y mucho de un coctel creativo y cinéfilo que a esta altura ya es una marca registrada del realizador de LA VIDA UTIL. Más allá de la excusa argumental que lleva al protagonista, Gonzalo Tamayo (encarnado por el actor no profesional Alvaro Ogalla) a recorrer distintos “pasillos del poder” de la iglesia tratando de conseguir, legalmente, que le saquen el carnet de un club al que no quiere pertenecer, EL APOSTATA es el retrato de un joven confundido, un poco letárgico, que no sabe muy bien qué hacer con su vida y que sigue enamorado, como en su infancia, de su bella prima. La familia, tradicional, está espantada con él: con su poca dedicación al estudio, al trabajo y, en especial, con la verguenza que implicaría tener un apóstata en la familia. Y él, un poco para tener un objetivo en su desordenada vida, se obsesiona con la tarea legal que, cada vez, se va volviendo más bizarra, con sueños y pesadillas religiosas que lo van invadiendo. No se trata, tampoco, de un modelo a seguir. Indolente y desafectado la mayor parte del tiempo, Gonzalo da clases a el hijo de una bonita vecina (la argentina/española Barbara Lennie, protagonista de otra original película española como MAGICAL GIRL), con la que parece tener cierta onda. Pero él, en realidad, está más obsesionado con de algún modo estar en pareja con su prima (Marta Larralde), el tipo de deseo carnal que lo hizo entender ya de pequeño que la Iglesia católica no era su lugar de pertenencia. Veiroj va contando su historia en forma de la lectura de una carta, con viñetas específicas y muy distintas entre sí y con un uso de la música (diegética y extradiegética) que es único en el cine iberoamericano, ya que no responde a los parámetros convencionales de la musicalización cinematográfica, algo que ya había utilizado en LA VIDA UTIL para darle a sus filmes un carácter alejado del realismo estricto. Si bien sus historias tienen mucho de lo que podemos llamar “la vida real”, su tratamiento cinematográfico deja en evidencia el gesto, el juego, transmite la idea de que lo que estamos viendo es Cine. La cada vez más bizarra y tierna historia –los personajes de Veiroj son siempre adorables aún en sus fastidiosas y un tanto ridículas maneras de actuar– y, en especial, el tratamiento que el realizador uruguayo da a sus materiales se acrecienta y valora aún más en un panorama cinematográfico como el reciente de América Latina en el que la sensación de “divertimento”, de contar un cuento que no responda a los cánones que han pasado a volverse tradicionales y previsibles, es cada vez más difícil de encontrar. Si bien es distinta su búsqueda en lo específico, el cine de Veiroj está más cerca del de Martín Rejtman, Miguel Gomes, Matías Piñeiro, Isaki Lacuesta, Fernando Eimbcke o su compatriota Pablo Stoll, entre otros, que en la mayoría de los que hoy ganan premios en los grandes festivales internacionales. Se nota en su libertad creativa, en su apuesta por el humor, por el absurdo y un romanticismo sincero que transmite cada plano de sus películas. Y en su amor por las personas (por el protagonista y el de él por su prima y por su vecina) y, sobre todo, su amor por el cine como un espacio para la libertad creativa, el juego y la alegría.
EL DISCRETO ENCANTO DE LA POSE Suele ocurrir que una escena nos arroje de lleno al universo de una película o nos expulse al purgatorio de la indiferencia. Son posibilidades, como tantas otras. Y no deja de ser una experiencia subjetiva. Al comienzo de El apóstata, el joven protagonista, Gonzalo, ingresa a una iglesia con el fin de manifestar la voluntad de desistir de la fe católica y que lo borren de los registros. El modo en que lo hace, la mirada impostada de curiosidad, da cuenta de un grado de afectación importante para un film que reclama aires de importancia permanentemente detrás de su aparente sencillez. Dos o tres minutos después, el burgués insatisfecho que compone Alvaro Ogalla, está durmiendo nuevamente en pose. Ya es demasiado para tan poco tiempo. Lo anterior atenta contra una película amable acerca de un joven que parece despertar del hipócrita marco familiar y de las garras de una institución que pondrá obstáculos a sus deseos de renuncia (“Es un monstruo grande y pisa fuerte…”). Ahora bien, la amabilidad del film no se arraiga necesariamente en el espectador. La voluntad por consagrarse a una cierta tendencia de espíritu independiente deshumaniza al personaje al punto que camina en círculos dentro de su microcosmos afectado. Hay dos o tres líneas que la película trabaja desde lo argumental. Una es el entramado burocrático que implica hacer efectiva la renuncia. En ese devenir, Veiroj juega con el imaginario silente y le da algunos toques de Keaton al protagonista, cuyo rostro coquetea con el gran Buster. La música refuerza el efecto y algunas secuencias funcionan bien en este sentido. La otra es la relación que mantiene con otras personas. El tratamiento es desparejo y fácil de dispersarse, sin embargo, lo salva el vínculo con un niño vecino. Es allí donde la naturalidad enriquece la perspectiva de un film que transcurre (como pronuncia Gonzalo) de la euforia a la melancolía. Existe un costado cinéfilo con algunos homenajes subrayados (una secuencia onírica a lo Buñuel) y un trabajo con colores azules y marrones, destacando la diferencia de ambientes y sentimientos. El mismo protagonista va vestido siempre de la misma manera. Es como un Jeckyll y Hyde que no necesita la noche para sacar a relucir su tormenta interior. Por momentos parece un ángel expulsado por la iglesia y por otros, regala una especie de voyeurismo inquietante. Veiroj mantiene bien el equilibrio entre ambas facetas y por suerte se redime al final con una linda escena que, tal vez, nos devuelva al paraíso.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Tendido en el césped con una actitud pensativa y una mirada desafiante (si son las primeras horas de la mañana o el final de la tarde, no lo sabemos), un hombre de unos treinta y pico de años mira con apatía la Iglesia que esta frente a él. Acompañado solo por la decisión que tomó y la mochila que colgará de su espalda durante todo el relato, entra a la Iglesia para apostatarse. Aquí es donde todo comienza. Gonzalo Tamayo (interpretado por el actor no profesional Álvaro Ogalla) es quien le da motivos a su madre (inculcadora de tradicionalismos familiares y católicos) para ocultar situaciones o mentir resultados: su errante desempeño académico, una relación con su prima (interpretada por Marta Larralde) que va más allá de lo platónico, el tener como única fuente de trabajo los favores que le hace a su padre o las clases particulares que le dicta al hijo de una vecina, entre otras cuestiones dignas de una vida dedicada a luchas de imposibles. Empecinado en ser eliminado de todo tipo de registro que la Iglesia Católica posea de él, el protagonista nos obliga a acompañarlo en sus reflexiones (que varían de simples vaguedades a complejos argumentos legales) dedicadas a las obligaciones familiares, las constituciones tradicionalistas, las burocracias, la vida. Este filme de Federico Veiroj (conocido por La vida útil y Acné), muta entre largas y pesadas escenas de Gonzalo en su cotidianidad (a veces en un tono demasiado periódico e intrascendente) y los mundos de fantasía que el protagonista crea consciente o inconscientemente en donde desarrolla planteos que en raras ocasiones ayudan a transitar la trama. Co producción entre Uruguay (País de origen de Veiroj), España y Francia, pero con un marcado acento español, podemos experimentar los paisajes de un centro urbano ibérico, así como la tranquilidad de los suburbios. El Apóstata nos muestra el camino tomado por el protagonista a través del humor, el amor y lo absurdo intentando justificar en todo momento por qué toma esta decisión, con diálogos e imágenes que a veces traspasan la realidad, y otras veces solo sirven para justificar los 80 minutos de película. Por Mariana Ruiz @mariana_fruiz
Tamayo (Álvaro Ogalla) quiere apostatar y no se sabe bien por qué. No le bastan los beneficios seculares, como a la mayoría de ateos, agnósticos y demás indiferentes a la observancia de Dios (“dios”, escribiría Tamayo). En conversaciones con una prima que desea (y cuyo deseo satisface), o con un tal Javi, un amigo con quien dialoga en epístolas imaginarias, oídas en off, Tamayo alega querer borrar su nombre de las estadísticas: no quiere que la Santa Iglesia Católica sume otro poroto con su nombre. Así que reclama su certificado bautismal y hace un recorrido hasta las altas esferas locales, puro intríngulis diocesano, una y otra vez, hasta que logre borrar su nombre de la grey. En el ínterin, recuerda un pasado tormentoso, de cleptomanía, expulsiones de colegio y reprobados, una mácula que llega hasta su presente universitario, con el recreo de dar clases de apoyo a Antonio (Kaiet Rodríguez), el pequeño vecino del edificio a cuya madre también desea. Ardiente de deseo e impugnación, Tamayo es un solitario que acarrea un problema existencial, un arquetípico antihéroe bressoniano sin hambre ni cicatrices –al menos no a simple vista–. Pero antes de la mitad del film, al director español Federico Veiroj, quien también refutó su DNI uruguayo, le brota el surrealismo y convierte a su antihéroe en un paranoico medular. De golpe, Tamayo se siente perseguido por nudistas que planean una manifestación (entre los que se encuentra su madre), interpreta que su prima le envía mensajes macabros en pleno almuerzo familiar, y la persecuta se remata con una confabulación de obispos. Como un Bebé de Rosemary en reversa, Veiroj se zambulle al túnel de la pesadilla: un mix no del todo calibrado que abreva de Buñuel y Polanski, con un antihéroe de mochilita y alpargatas. El apóstata es un film con buenas ideas que no encontraron sustento, e intenta sostenerse con algo de terror psicológico y picaresca costumbrista. Como le ocurre al protagonista, su único pecado es argumental.
Gonzalo Tamayo (Álvaro Ogalla) va a buscar el certificado de bautismo a la parroquia. Su misión: apostatarse, es decir, abandonar la religión con la que ha sido criado. Adjudicando que la educación católica no le dio un buen resultado, oponiéndose a sus dogmas, a la riqueza de la Iglesia y a su modo antinatural de concebir el mundo, este treinteañero intenta salirse con la suya, mientras un cura trata de persuadirlo de su mala decisión. La película española, dirigida por el uruguayo Federico Veiroj (Acné, La vida útil), narra la historia de un joven inmaduro al extremo, sin grandes ambiciones, que no puede comprometerse con nada, excepto darse de baja de la religión Católica Apostólica Romana heredada. Pero algo que parece ser tan simple como conseguir un papel y mandar una carta, se complica. Sobre todo cuando su madre (Vicky Peña) le carga con el peso de la culpa -palabra ya conocida frente a los ojos de Dios. De a ratos absurda, de a ratos surrealista, El Apóstata es difícil de encasillar, y quizás ese sea su mayor atractivo. La película toma de punto de partida el caso real de su protagonista, Álvaro Ogaya -quien optó por dejar de ser parte de las filas del catolicismo-, relatando el día a día de un hombre que ha decidido matar a su Dios: despojarse de las creencias religiosas y rechazar esa moral que, claramente, no lo representaba.
Ni dios ni amo El apóstata es la nueva película del director uruguayo Federico Veiroj (La vida útil, Acné). En esta oportunidad se traslada a España para filmar algunos episodios de la vida de su amigo, co-guionista y por primera vez actor, Álvaro Ogalla, quien decidió borrar todos sus registros personales en la iglesia e inició los trámites para apostatar. Álvaro Ogalla interpreta a Gonzalo Tamayo, un hombre de unos treinta y pico de años, que inicia el interminable trámite burocrático que permitirá eliminar sus actas de bautismo, un acto al que considera una “traición” por parte de sus padres, quienes nunca le consultaron sobre el mismo. Pero a este primer argumento se le sumarán múltiples razones que impugnan el accionar de la iglesia católica. Mientras busca liberarse de esta institución, sus deseos sexuales fluyen y enfrentan barreras. La atracción por su prima, que creció desde su infancia, se alimenta del sueño para animarse en la vida real. En la infancia se encuentran tanto sus principios como sus represiones. El niño que fue y recuerda con cariño, es también el que sufrió una permanente opresión de sus padres que perdura hasta el presente. En diálogo con las autoridades de la iglesia, Gonzalo argumenta sus razones: “La educación católica que recibí no me hizo ningún bien, muchas de las cosas que se me inculcaron han sido contraproducentes…”, “por otra parte están los dogmas, el monoteísmo, que las cosas deben andar de una determinada manera. Me parece que es un modo antinatural de concebir el mundo que no me deja espacio”, “tampoco entiendo otras cosas, como es que si Dios los ha mandado a ser pobres, hayan terminado ustedes haciéndose ricos...” Con un tono cercano a la amenaza el obispo Jorge le responde “serás un buen cristiano escucharás a dios y te convertirás, amarás lo que ahora detestas, amarás a los nobles, protectores de las industrias y ejemplos de buenas costumbres, amarás a los reyes...”. El debate queda planteado y los contendientes profundizarán sus batallas a lo largo de la película. A la cruzada eclesiástica, se suman familiares y otras instituciones conservadoras que en forma permanente delimitan, cuestionan y oprimen el espacio vital de Gonzalo Tamayo. Así un profesor de filosofía que recurrentemente lo desaprueba le dirá “convénzase Tamayo el ser humano tiene que aceptar que la mediocridad es su condición natural”. Su madre aporta también una constante queja acosadora en pose de víctima “estás poniendo en entredicho el buen nombre de la familia, hemos quedado en ridículo delante de todo el mundo”. Personajes y escenas que recuerdan al cine de Luis Buñuel, ese español que disparó cientos de imágenes contra la iglesia. Una institución internacional, que pesa con mucha fuerza en el suelo español. Aliada principal del fascismo, socia de la dictadura de Franco y la monarquía, enfrentada con firmeza y pasión por los obreros protagonistas de la revolución de 1936. Gonzalo conoce bien esta historia “es de sobra conocida la historia que hay de inclinación de la institución a integrarse en sanguinarios regímenes totalitarios, bajo cuyo amparo han tenido grandes privilegios”. Curas y obispos retrasan los trámites e intentan detenerlo. Gonzalo conquista amigos y enemigos. Entre quienes se disponen a ayudarlo está su vecino, un niño a quien brinda apoyo escolar y que será su gran aliado para conquistar la justicia. El sueño y la realidad, la represión y el deseo, la censura y la libertad, recorren las escenas de esta película que retoma y renueva la necesaria crítica a esta milenaria y opresiva institución.