Aquella esperanza ontológica
No cabe la menor duda que Terrence Malick es un creador excepcional, no sólo por sus inclinaciones solipsistas o su misteriosa conducta sino más bien por la calidad interviniente, ese conjunto de rasgos etéreos que en oposición, sin siquiera proponérselo, pintan al contexto cinematográfico que lo rodea. En un circuito dominado casi exclusivamente por la superficialidad acrítica y/ o la falsa modestia, el realizador ha edificado a lo largo de poco menos de cuatro décadas de actividad un andamiaje perceptivo- filosófico portador de una riqueza incalculable, un pequeñísimo tesoro dividido en cinco películas que nos han regalado experiencias apasionantes con su propia lógica y sus criterios de legitimación.
La facultad de construir poemas visuales de semejante inteligencia, belleza y profundidad no siempre es remarcada lo suficiente cuando se pretende poner de manifiesto las muchas particularidades de la obra del norteamericano: no podemos más que agradecer la chance de ver en pantalla grande El Árbol de la Vida (The Tree of Life, 2011), quinto eslabón de esa eterna búsqueda existencial por el origen de nuestro devenir como seres humanos, por el sentido de nuestra presencia en la Tierra. A través de un puñado de saltos temporales y una edición fragmentada, aquí el pathos trágico está vinculado al fallecimiento de un joven de 19 años, principio rector de una serie de eventos que lo anteceden y de otros posteriores.
Durante los primeros minutos descubrimos una estructura narrativa sustentada en tres ejes simultáneos: por un lado contemplamos a una familia de Texas de los `50 encabezada por el Señor O´Brien (Brad Pitt) y su esposa (Jessica Chastain), luego se impone un segundo nivel centrado en la taciturna actualidad de Jack (Sean Penn), el hijo mayor del matrimonio, y por último tenemos una gloriosa amalgama de escenas complementarias que retratan los momentos de transformación en la constitución vital citando a 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), tanto por la colaboración del genial Douglas Trumbull como por su idiosincrasia artesanal (la secuencia del Cretáceo es la única que utiliza CGI).
Ahora bien, gran parte del metraje está dedicado a la versión infantil de Jack (impecable debut de Hunter McCracken), en trayecto desde la niñez hacia la adolescencia: mientras que su madre es dulce y complaciente, su padre es autoritario y algo ciclotímico. Tironeado entre estos dos extremos que coexisten irremediablemente en su corazón, el amor y la ley o “la gracia y la naturaleza” en términos del film, así disfruta de su hermano antes de la fatalidad aunque muy pronto deberá lidiar con el dogma absolutista cristiano y la dualidad ontológica que caracteriza a los protagonistas de los universos ensoñados de Malick, aquella bondad desinteresada y aquel egoísmo que destruye para reafirmarse en su ceguera.
El desarrollo psicológico que se inaugura con la primera inocencia convalidante y muta en los sentimientos contradictorios subsiguientes, incluida la rebelión contra el estatuto colectivo representado en la figura del padre, es en esta ocasión el punto de partida elegido para volver a plantear la esperanza de una reconciliación concreta y espiritual, sin las típicas negaciones, facilismos o idioteces new age tan populares por estos días. Cuestiones inaprehensibles como el horror de la extinción, la magnificencia del firmamento, la razón de los pesares, el proceder ante el prójimo o la disyuntiva de fijar nuestra trascendencia reaparecen bajo ropajes más sensoriales que verbales, en sintonía con la fluidez óptica.
Sin embargo cabe señalar que la esencia del opus retoma un antiguo concepto que en mayor o menor medida ha atravesado toda la carrera del cineasta, nos referimos a la noción de “fundamento” entendida dentro de los parámetros de un esquema complejo de crecimiento polifacético: esa base imperecedera del vivir tenía un carácter individual en Badlands (1973), de inmediato se expande a la familia en Días de Gloria (Days of Heaven, 1978), después llega al entramado social con La Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, 1998), a posteriori hace lo propio con la usina histórica de El Nuevo Mundo (The New World, 2005) y hoy finalmente se atomiza en la cosmovisión primordial de una obra maestra suprema.