El artista es una declaración de amor por el cine del Hollywood de los años 20; un homenaje construido a la manera de ese cine, en blanco y negro, con los mismos tics y los mismos trucos; los mismos galanes seductores y las mismas heroínas ingenuas y sin otros diálogos que los que caben en los intertítulos: un estilo que atrasa 80 años visto desde aquí, pero pone al descubierto cuánto perdura de los clásicos y también cuánto se ha ido perdiendo. Es también probablemente la película muda y en blanco y negro más exitosa desde los tiempos de Lillian Gish y Douglas Fairbanks, y en muchos casos la primera que han visto (y verán todavía) cientos de miles de espectadores.
Pero esta obra encantadora significa algo más. En medio de un cine donde se juzga mejor lo que ofrece más: espectáculo, ruido, efectos, inversión, El artista vuelve atrás para devolverle al espectador una experiencia más sencilla, y con ella, cierta fresca magia parecida a la que proporcionaban los films que él emula.
Estamos en Hollywood, en 1927. Donde George Valentin, atlético y sonriente, favorito de todos, reina soberano aun por encima de los productores de infaltable cigarro. Una especie de Fairbanks con algo de Valentino y algo de Gene Kelly, por el que deliran todas las chicas. Alguna, más audaz o más afortunada, la encantadora Peppy, consigue acercársele. La foto en Variety le abre camino. Pronto compartirá el set con su ídolo. Pero se avecinan cambios inminentes. El sonido está por llegar y la revolución que genera dos años más tarde puede resultar en los estudios más grave en la propia crisis económica. Valentin se resiste a hablar, abandona la firma y contraataca con una superproducción en la que se juega todo. Peppy, que ya ha escalado posiciones, toma el camino inverso. Para una habrá triunfo, para el otro, decadencia, olvido y drama. Hasta que el cine mismo ofrezca un punto de reencuentro.
¿Para qué la palabra -podría preguntarse uno junto con el protagonista- si en una de las secuencias más bellas de la película puede contarse tan elocuentemente el nacimiento de un amor en la sucesión de tomas de una misma escena malograda reiteradamente porque la pareja que debe interpretarla desatiende la ficción? ¿Para qué si dice tanto más el abrazo que ella misma se prodiga cuando desliza su brazo dentro de la manga de una chaqueta del divo colgada en el perchero?
Momentos como éstos, o como ese admirable diálogo danzado que los protagonistas comparten a uno y otro lado de una pantalla, abundan en el multipremiado film y dan testimonio de una inventiva que evoca la de los grandes cineastas de la época, de Lubitsch a Chaplin.
El film está lleno de referencias, Nace una estrella , la primera. Pero el pastiche, tan sabiamente armado, tiene irresistible encanto, magnífica música y un elenco que es todo un festival de sutilezas. Se comprende que esté al borde del Oscar.