Blanco negrero
Un problema del nuevo capitalismo a la hora de vender su discurso repetido de explotación disfrazado de rosas es que ya nadie le cree lo de las buenas intenciones de antaño en un contexto de precarización laboral incesante, miseria a montones, salarios casi siempre muy bajos, crisis cíclicas de nunca acabar, contaminación ambiental, deuda pública en aumento, ese desempleo que tampoco deja de crecer, un marketing y una publicidad cada día más banales, la competitividad sin frenos entre pares, una cultura empresaria siempre tiránica y esclavista y por supuesto la infaltable sustitución del trabajo por la especulación financiera, inmobiliaria, política y mediática, verdadero fetiche de las elites o capas sociales dirigentes mundiales desde la década del 70 del Siglo XX en adelante. A la mediocridad y alienación de la enorme mayoría de los pocos empleos que aún subsisten y no han sido automatizados mediante algoritmos o algún proceso en loop se suma, como decíamos, un cansancio ya casi terminal de los marcos simbólicos autojustificantes de las compañías, en esencia un esquema vincular paternalista y autocrático que antes era autoritario de manera abierta y sincera y hoy pasa a ser endulzado -de manera superficial y bien burda, desde ya- mediante todo ese discurso de autoayuda de la repugnante filosofía new age de la burguesía actual, por ello en vez de un déspota liso y llano encabezando la firma en cuestión nos topamos con un líder supuestamente sabio, con un amigo que sabe siempre qué hacer o simplemente con una figura paterna que se ufana de equilibrar las necesidades del todo para garantizar su supervivencia y prosperidad, lo que sistemáticamente oculta el hecho de que ese “todo” es él mismo y que lo que se pretende es cosificar a los subalternos para que tomen consciencia de su intercambiabilidad, se vuelquen de lleno al egoísmo y en especial desistan de sus viejas luchas colectivas de índole sindical para que el único núcleo de poder valioso vuelva a ser la patronal en confabulación con el Estado y su aparato legal, burocrático y represivo.
El Buen Patrón (2021), regreso del cineasta español Fernando León de Aranoa al castellano luego de rodar en inglés en ocasión de las también desparejas Un Día Perfecto (A Perfect Day, 2015) y Loving Pablo (2017), es un intento loable aunque algo frustrante y baladí de retratar este estado de cosas desde el armazón retórico paradigmático de una sátira un poco mucho moderada que se engloba, a nivel macro, en la falta de cojones del séptimo arte de hoy en día y una tibieza que tiene un pie en la cobardía y el otro en la ausencia evidente de ideas en verdad novedosas o revitalizantes, que no hayan sido tan trabajadas en el pasado. Julio Blanco (Javier Bardem) es un típico jerarca del capitalismo contemporáneo, dueño por herencia de su padre de una empresa llamada Básculas Blanco que está asentada en un pueblo ignoto del interior de España y que se dedica a la fabricación de diferentes tipos de balanzas, un señor ambicioso y caníbal que se vende a sí mismo como un padre para sus empleados y mucho más en la semana que analiza el film, esa que implica la preparación en la planta de turno, que debería estar perfecta y brillante según la perspectiva del caudillo, para recibir a una comisión del gobierno regional que evaluará al lugar y a los asalariados para decidir si le otorga a la compañía, finalista en una terna concreta de tres, un premio a la excelencia empresarial que significará subvenciones futuras y sobre todo completar la colección de galardones -intra gremio de los parásitos capitalistas- que Blanco tiene en su lujoso hogar. El patrón, casado con Adela (Sonia Almarcha), dueña de un negocio de venta de ropa, gusta de encamarse con becarias y así termina enredado con una chica trepadora de marketing, Liliana (Almudena Amor), sin saber que es hija de unos amigos oligarcas, para colmo el jefe de producción, Miralles (Manolo Solo), quien tiene sexo con la secretaria de Blanco, está en crisis porque su mujer, Aurora (Mara Guil), está a punto de abandonarlo de manera definitiva por Khaled (Tarik Rmili), otro empleado de la firma a lo puterío interno.
Resulta más que elogiable la idea de -en esencia- elegir como central al conflicto que surge entre el protagonista y un empleado contable al que echó en medio de recortes laborales eternos dentro del paraguas de los despidos amparados por el Estado o EREs (Expedientes de Regulación de Empleo), José (Óscar de la Fuente), un hombre lastimoso con dos hijos pequeños que acampa con su automóvil en la más absoluta soledad en la puerta de la planta en repudio a la cruel decisión y para denunciar a Blanco como otro negrero excrementicio que entroniza a las ganancias en detrimento de todo lo demás, no obstante la realización se hace muy larga en sus dos horas porque le sobran mínimo unos 30 minutos, hay escenas redundantes a nivel conceptual y el ritmo narrativo lánguido atenta contra las pretensiones paródicas de la película en su conjunto y del director y guionista en particular, quien por cierto jamás fue demasiado bueno en el campo de las metáforas, las ironías o las sutilezas y aquí se nota a kilómetros de distancia que desea construir su versión del cine gloriosamente farsesco de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, el acervo sarcástico de Billy Wilder, el realismo social británico en línea con Ken Loach y Stephen Frears, el cine francés laboral a lo Laurent Cantet o el último y satírico Costa-Gavras y sobre todo la commedia all’italiana modelo corrosión símil Mario Monicelli, Dino Risi, Pietro Germi, Lina Wertmüller, Ettore Scola y aquel Elio Petri de la Trilogía del Poder, léase Investigación sobre un Ciudadano Libre de Toda Sospecha (Indagine su un Cittadino al di Sopra di Ogni Sospetto, 1970), La Clase Obrera va al Paraíso (La Classe Operaia va in Paradiso, 1971) y La Propiedad ya no es un Hurto (La Proprietà non è più un Furto, 1973), trabajos magistrales que como El Buen Patrón hacían énfasis en la inoperancia, hipocresía y corrupción entrecruzada de las sociedades actuales y sus instituciones, enclaves que debajo de una máscara de solidaridad o respeto por el otro esconden una voracidad pueril que perpetúa las injusticias de siempre.
En pos de invertir la perspectiva de su estupenda Los Lunes al Sol (2002), ahora indagando sin caricaturas en el devenir empresarial en lugar de pensar la penuria de los desempleados o los expulsados del mercado laboral, Aranoa retoma algo de la brutalidad y la intimidad de entrecasa de las primigenias Familia (1996) y Barrio (1998), y de las posteriores Princesas (2005) y Amador (2010), en materia del individualismo bobo de los empleados, la manía patológica de Blanco con ganar el premio, la cultura maquiavélica compartida de escalar posiciones, un sustrato sexual que se utiliza como moneda de cambio o como sinónimo de traición sádica, un ecosistema de parentesco incestuoso y finalmente ese suplicio del pobre José, personaje solitario olvidado por sus colegas y ninguneado por un sindicato tácito cómplice de la patronal, quien cae en el último acto bajo la furia de los esbirros racistas del mandamás en una secuencia con ecos de El Padrino: Parte III (The Godfather: Part III, 1990) vía un dejo operístico que se mezcla con lo mafioso y el desplome de estas caretas de falsa cordialidad del mundo de los negocios. Lo mejor del film de Aranoa, artista que no llega a la altura de sus admirados Berlanga y Azcona aunque tampoco pasa vergüenza, es la riqueza discursiva/ expresiva de la actuación de un enorme Bardem sin nada que envidiarle a próceres y colegas como José Luis López Vázquez y José Isbert, tercera colaboración con el realizador luego de Los Lunes al Sol y Loving Pablo y aquí consiguiendo humanizar a un patrón despiadado y mitómano, amén de la agraciada presencia del guardia de seguridad de la puerta de Básculas Blanco, Román (Fernando Albizu), simpático bufón que es basureado continuamente por su jefe, y esa derrota de fondo del proletariado, ya no más cohesivo o fraternal y lamentablemente atomizado en muchos focos sin conexión, a instancias de unos oligarcas obsesionados con salirse con la suya a pura impunidad -y a pura acumulación de poder- sin que les importe en lo más mínimo a quienes pisan en el camino a nivel diario…