El cadáver insepulto

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

PAPÁ ESTÁ MUERTO

El cine de terror nacional tiene un gran problema que hasta ahora no parece poder resolver: salvo en contadas excepciones (una de ellas es Maxi Ghione en Aterrados), la calidad de las actuaciones nunca supera la media, y hasta podría decirse que apenas alcanzan ese nivel. Es algo que suele conspirar contra el resultado de las películas, que por otro lado (y de manera más evidente en el último tiempo) cuentan con directores capaces de combatir la falta de presupuesto con talento y creatividad. Quizás la culpa no sea entera de los intérpretes, quizás tenga que ver con una dirección de actores problemática, con guiones que no logran delinear personajes que integren las influencias externas con la idiosincrasia nacional, pero sin caer en el costumbrismo o en la exageración. Podríamos seguir pensando, pero lo cierto es que no llegaríamos a ningún lado, y la cuestión es otra: sería fácil pegarle a El cadáver insepulto por sus actuaciones, que siempre parecen desajustadas y son la primera barrera a la hora de adentrarse en la película (la excepción sería Mirta Busnelli, que también está mal, pero que después de su participación en Los olvidados continúa indagando un camino de ridiculez y falopa absolutamente querible). También sería injusto, porque lo cierto es que la película de Alejandro Cohen Arazi tiene algunos méritos que la vuelven atendible.

La historia sigue a Maxi (Demián Salomón), un psiquiatra radicado en Buenos Aires que decide volver a su pueblo después de un llamado de su hermano, que le avisa de la muerte del padre. Claro que los lazos que unen a estos personajes no son de sangre, sino de un pasado común, en el que el hombre fallecido crió a un grupo de muchachos huérfanos en una casona en el campo. Los introdujo al negocio familiar (el matadero, con ecos de La masacre de Texas que luego se repetirán), y también a ciertas prácticas que provocaron la fuga de Maxi en su adolescencia. Acechado por alucinaciones, llega al pueblo para encontrarse con un escenario macabro: días después de la muerte, el cadáver de su padre adoptivo continúa sentado a la mesa, y sus hermanos (que con los años alcanzaron todos los puestos de poder de la región) parecen estar de acuerdo, le dicen que espere, que ya va a llegar el momento. Después, como corresponde, todo empieza a retorcerse.

El film de Cohen Arazi busca hablar de las relaciones de poder y de los terribles mandatos familiares, y en ese sentido funciona a medias. Hay personajes que parecen puestos ahí para sumar a la idea de que todos son parte de una conspiración, pero que en verdad están apenas esbozados y es poco lo que aportan (como Anita, la ex novia de Maxi). Si bien es cierto que el grupo de hermanos cubre todos los estereotipos posibles del pueblo chico, se vuelve efectivo a partir de un espíritu caníbal, clase B y artesanal, que se alimenta de múltiples referencias y lugares conocidos. A mitad de camino entre el homenaje y la autoconsciencia (con momentos donde puede vislumbrase que los implicados se están divirtiendo), la película se desentiende de la quimera absurda de la originalidad, y avanza hacia un terror que genera climas y perdura con imágenes. Esa criatura entre lo humano y lo animal que agoniza en el bosque, la visita al matadero, el padre muerto sostenido por sus hijos al mejor estilo Fin de semana de locura.

A pesar de sus problemas, y de un final que seguro funcionaba mejor en los papeles (y que los actores no logran sostener sin que el impacto se diluya), El cadáver insepulto cumple como un entretenimiento desvergonzado, incluso incorrecto, que hasta parece salido de otra época. Una más de la sección “Terror” del videoclub, o de las que aparecían en el cable a la noche; una de esas películas muy parecidas entre sí, que no necesitaban demasiado para divertirnos, pero hecha en Argentina.