Nada para contar
Hay un elemento intrínseco a las road movies –o películas de viajes- que las vuelven atractivas. Es esa tan cinematográfica sensación de libertad, atada a la aventura, al afán de descubrimiento, al poder intrínseco a los paisajes, a los factores inesperados. Es acompañar a personajes en un proceso que los transforma, en un recorrido que es también interno y que puede ser purga, expiación, desahogo, capricho, realización personal, a veces todo eso junto. El viaje como forma y como metáfora.
Pero en cualquier caso, se necesita más que una geografía, más que un viajante, más que una excusa. Y es ahí que esta película falla estrepitosamente. Martin Sheen es un oftalmólogo estadounidense que un día recibe una llamada telefónica de Francia, por la que es informado de la muerte de su hijo (Emilio Estevez, aquí también director y guionista). Al acudir allí, es enterado de que su hijo murió en un accidente en los Pirineos, al inicio de su peregrinaje a través de El camino de Santiago, cuando iba en dirección a las reliquias del apóstol, en Santiago de Compostela. Es así que el vetarano conservador decide colocarse la mochila de su hijo liberal y finalizar el recorrido inconcluso. En el camino, otros personajes se van sumando al caminante: un holandés con sobrepeso, una canadiense adicta a la nicotina, un irlandés con bloqueo de escritor. Todos ellos hablan perfectamente ingles y, vaya uno a saber por qué, ven al estadounidense como un líder a seguir, como un referente -quizá por saber que su hijo murió, atributo que podría colocarlo como el más sufriente y “auténtico” de los peregrinos– en cualquier caso, podrían seguir a cualquier otro, podrían abrirse, pero en cambio deciden decirle todo que sí al viejo, aún cuando deberían mandarlo al demonio. La situación no sólo da cuentas de las inclinaciones religiosas por parte del guionista, sino también de su creencia en el geocentrismo norteamericano.
Es difícil entender que esta película haya sido dirigida por un actor. Normalmente ellos suelen proponer personajes emocionalmente complejos, cuya fachada funciona como parcial espejo del alma. Que gracias a una esforzada interpretación puedan intuirse sus motivaciones, sus conflictos, sus penurias, sus deseos. Los actores-directores suelen idear personajes que son un auténtico desafío para sus colegas. Aquí sucede lo contrario, y llama especialmente la atención que la dirección de actores sea tan lamentable: se apela a la simpatía pueril, a los gestos baratos, a las morisquetas introducidas con el objeto evidente de caer bien a la audiencia. En cualquier caso, el encanto es un atributo que cinematográficamente debe de ser trabajado y pulido (Howard Hawks, Frank Capra, Billy Wilder y Eric Rohmer supieron dictar cátedra en la materia), y difícilmente se consiga esculpiéndolo a golpes.
Hay veces que una propuesta llana y sencilla encubre una ausencia radical de ideas. Aquí basta ver las ridículas vueltas del guión –el exabrupto del protagonista durante una borrachera, la caída de su mochila al río- conflictos introducidos que son disueltos en seguida, y que parecen implantados para darle algo de movimiento a una anécdota vacía.