Road-movie anacrónica
En la extensa y heterogénea tradición de la road movie (o al menos esa tradición que comenzó a canonizarse allá por la década del '60 con exponentes tan dispares como Busco mi destino pero que tiene antecedentes en el western y en el policial negro), deberíamos pensar a El camino como un anacronismo andante.
Precisamente porque su apuesta es el más puro clasicismo, el camino como búsqueda y aprendizaje (de ahí que se haya vinculado a este subgénero con las novelas de educación o bildungsroman del siglo XIX en donde el viaje era motivo para cambio y evolución de alguna índole). En ese sentido, ese anacronismo le juega una mala pasada a esta película: hoy por hoy, la road movie parece casi estrictamente abandonada a determinados periplos de exploración propios de cierto cine contemporáneo (uno podría pensar que Essential Killing es una road movie, en efecto) y su utilización para vendernos el buzón de un mensaje edificante suena -perdón familia Estévez- muy a telefilm de Canal 9 de sábado por la tarde, allá por la década del '90.
Ojo: hay anacronismos que pueden funcionar bien. Pero el que plantea El camino tiene mucho de ese improbable ciclo (“La enfermedad de la semana” que solía ser algún Telefilm con Sally Field sufriente de algún padecimiento terminal) del otrora canal de Alejandro Romay. Pero no seamos tan desconsiderados: también posee un anacronismo amable ya que nos provee durante sus extensos 123 minutos de un grupo querible -aunque sus personajes no lo sean por separado- lo que hace que el trayecto sea tolerable, sobre todo cuando se abandona el cariz sentencioso y la exasperante necesidad de arrojarnos el background/trauma de cada personaje por la cabeza.
El camino opta por un clasicismo avant-la-letre, eso si: dentro de su improbable conflicto central casi todo problema que emerge se soluciona al poco tiempo. Esa falsa amenaza provoca que, dentro de las decisiones formales y la transparencia narrativa elegida por el director, la película también tenga algo de picaresca, de viaje de conocimiento mutuo pero no necesariamente de redención definitiva (en cierta medida es interesante que la película avance generando una expectativa ritual casi religiosa para que luego los personajes parezcan terminar mofándose de sus propios móviles iniciales). Así y todo, los momentos de relax y de dispersión en lo situacional (lo presente) por fuera de las acciones y verbalizaciones que informan sobre la vida previa de cada personaje (el pasado) son más bien contados. De ahí que cada vez que aparecen momentos de relax la máquina tarde en aceitarse, como si los momentos no llegaran naturalmente sino que necesitaran ser forzados, como si la película no les diera su lugar o los obligara a aparecer como necesaria distensión.
En ese pendular -entre una narración clásica, despojada, amable por sus personajes y con momentos de querible dispersión a la vez que un extremo de insufrible tendencia a la explicación, a la bajada de línea, al dispositivo de lanzamiento del “arma de instrucción masiva del espectador”- están las características visibles de esta película, que merecía más amor por los personajes y más experimentación por las inesperadas vueltas de un género que, todavía, tiene algunos ases más en la manga para jugarse antes de convertirse en material de museo.