Esta dilatada road movie de a pie es, más que un viaje en busca de cierta iluminación espiritual, un asunto de familia. El guionista, productor y director Emilio Estevez confió el papel principal a su padre, Martin Sheen, reservó para sí mismo el del hijo único cuya muerte da origen a la historia y dedicó la obra a su abuelo. Es probable que la experiencia de compartir el rodaje -se trata del peregrinaje del protagonista a lo largo de los 800 kilómetros del Camino de Santiago desde los Pirineos franceses hasta Compostela y aun algo más allá-, haya sido estimulante y enriquecedora para padre e hijo. Para el espectador de la película no lo es tanto.
Sheen es aquí un veterano oftalmólogo viudo, cuyo conservadurismo le ha valido unos cuantos choques con su único hijo, un liberal que, crisis de los cuarenta mediante, ha decidido cambiar de vida y salir a recorrer mundo. La plácida vida de Tom se altera cuando una llamada telefónica interrumpe su práctica de golf para informarle que Daniel, su hijo, ha muerto en un accidente en Francia, cuando iniciaba el peregrinaje rumbo a Santiago. Ya en suelo europeo y tras disponer la incineración del cuerpo, se compromete a emprender él mismo la travesía espiritual que el desdichado Daniel apenas pudo iniciar. Tom no es especialmente religioso: sólo quiere cumplir vicariamente el sueño de su hijo, dejando puñados de sus cenizas en cada escala del camino.
Como tema de una película, la historia de un hombre que camina solo semanas y semanas resulta poco alentadora, por mucho que los paisajes que recorra el peregrino aporten su atractivo turístico. Así que Estevez se las arregla para que a lo largo de la aventura le salgan al paso personajes y situaciones seleccionadas entre lo más clásico del manual del estereotipo. En principio, hay un holandés gordo y campechano que carga con toda clase de drogas y busca perder kilos para complacer a su mujer y a su médico; después se añade una rubia, fumadora impenitente, cuyo objetivo es dejar el cigarrillo, aunque algunos datos de su pasado hacen pensar en motivaciones más serias. Finalmente, irrumpe James Nesbitt, como un escritor histriónico, ampuloso, verborrágico y, por cierto bastante irritante, que busca liberarse de su actual bloqueo creativo.
Más tarde -cuando ya, pasados los treinta minutos de proyección, la promesa de otros 90 empieza a sentirse como una amenaza- hay otros toques de color, incluidos varios personajes estrafalarios, un cruce con gitanos, algo de flamenco, comidas típicas, borracheras, discusiones, etc. La banda sonora se encarga de recordar que se trata de un viaje interior y de anticipar el despertar espiritual que la película busca y enfatiza en los tramos finales, por supuesto, en la Catedral de Santiago, donde -oh, casualidad- llegan un día en que el famoso Botafumeiro está en pleno funcionamiento.
Quizá todo pudo haber sido más convincente y conmovedor si el viaje de Martin y Emilio hubiera sido motivo de un documental.