Los imbéciles del gobierno y la prensa
En su nueva película, El Caso de Richard Jewell (Richard Jewell, 2019), Clint Eastwood da un nuevo signo de su apertura ideológica -como si todavía a esta altura de su carrera fuese en verdad necesario- al ofrecernos lo que podríamos calificar como una realización de izquierda encarada desde el punto de vista de la derecha, en esta oportunidad utilizando como excusa la decisión del FBI y los medios masivos de comunicación de Estados Unidos de señalar como responsable del atentado del 27 de julio de 1996 en Atlanta, con motivo de los Juegos Olímpicos de Verano, a nada menos que la persona que encontró la bomba en cuestión, el guardia de seguridad del título (Paul Walter Hauser), un obeso algo freak, policía frustrado y fanático de las armas que encajaba sin demasiado esfuerzo en el perfil reduccionista del “terrorista solitario”; detalle que asimismo le permite al genial director y productor desnudar a los imbéciles que en vez de hacer su trabajo con ética y eficacia optan en cambio por transformarse en fundamentalistas vinculados al parasitismo y la caza de brujas contra el inocente, aquí homologado a una persona que confunde a la autoridad con sus representantes, tendiendo a respetarlos en demasía sin reaccionar ante sus atropellos.
De hecho, Jewell se muestra servicial y bastante pasivo frente a una investigación que pasa de considerarlo un héroe por haber hallado azarosamente el dispositivo explosivo, ese que mató a dos asistentes e hirió a una centena durante un recital de Jack Mack and the Heart Attack, a subrayarlo sin más como el principal sospechoso de todo el asunto, una ciclotimia gubernamental que fue reproducida y magnificada al extremo por los mass media -tanto los supuestamente “serios” como los sensacionalistas… como si existiese en realidad una diferencia entre ellos- durante una cobertura salvaje que arruinó las vidas del hombre y de su madre, Bobi (Kathy Bates), una mujer mayor que ve cómo su tranquilidad se desmorona cuando su vástago comienza a sufrir el acoso de dos de las instituciones más poderosas del planeta, la administración norteamericana y su aparato mediático asociado. Ignorando la máxima prueba de su inocencia, léase el hecho de que no daban los tiempos entre un par de llamados al 911 por parte del responsable y el trayecto que debería haber atravesado el sospechoso hasta la torre de luces y cámaras donde fue plantada la bomba, los agentes y los periodistas se enseñaron con Richard basándose en la hipótesis de un “posible cómplice”.
Como siempre ocurre en el cine de Eastwood, El Caso de Richard Jewell es un verdadero prodigio a escala de las actuaciones y lo que se podría denominar el componente humano del relato: en lo que atañe al primer apartado, aquí brillan no sólo Hauser, a quien pudimos ver hace poco en roles secundarios en Yo soy Tonya (I, Tonya, 2017) e Infiltrado del KKKlan (BlacKkKlansman, 2018), sino también la esplendorosa Bates, un Sam Rockwell siempre perfecto que interpreta al abogado de la víctima caprichosa, Watson Bryant, y hasta los dos encargados de componer a los testaferros de la locura del poder, el agente del FBI Tom Shaw (Jon Hamm) y una redactora de The Atlanta Journal-Constitution, Kathy Scruggs (Olivia Wilde, aquí más arpía putona que nunca); y en lo que respecta al glorioso sustrato vincular entre los diferentes personajes, se debe decir que únicamente Eastwood es capaz de alcanzar en el Hollywood marchito y superficial de nuestros días este nivel de humanismo solapado, algo así como una permanente verdad retórica que se condice con las contradicciones del mundo real circundante de la mano de protagonistas que no son para nada perfectos aunque tampoco esas caricaturas cínicas de tantas películas contemporáneas.
Una vez más la paciencia narrativa, el apego por los detalles y una puesta en escena muy minimalista se convierten en las herramientas principales de un Eastwood que exprime con una enorme astucia el sencillo guión de Billy Ray, un planteo que vuelve a rendir sus frutos porque el señor de 89 años sabe cómo crear un relato prosaico que deja de lado las salidas facilistas y todas esas poses demacradas a las que nos tiene acostumbrados el mainstream cuando se propone construir una “historia de vida” que asimismo funcione cual caso ejemplar de lo que sea; hoy para colmo denunciando las idioteces, soberbia y ambición ciega de la autoridades centrales y la prensa al momento de seleccionar a un “perejil” que cumpla la función de chivo expiatorio, permitiéndoles despacharse largo y tendido con sus estrategias de odio dirigido con vistas a volcar a la infantilizada opinión pública contra el bobo de turno. Jewell, un símbolo casi olvidado del militante de derecha implícito que se ve crucificado por aquellos a los que admira, pone en cuestión la falta de preparación de las fuerzas represivas -las materiales y las culturales- y su vil propensión a regodearse en el acecho, la vigilancia, los engaños y un maquiavelismo orientado a solidificar su estatus…