Cicatrices de la negligencia
En el desfile de las películas que en esencia se sostienen sólo por la labor de su elenco, definitivamente El Castillo de Cristal (The Glass Castle, 2017) podría llevar la bandera porque la obra en cuestión tiene unos cuantos problemas estructurales y de enfoque para con el material de base, las memorias homónimas de Jeannette Walls. Como si se tratase de una versión invertida y un tanto deficitaria de la excelente Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016), este film de Destin Daniel Cretton también nos presenta la historia de una familia contracultural que vive en los márgenes de la sociedad de consumo y la idiotez generalizada del capitalismo, pero en vez de contar con una figura paterna noble y protectora -como en el opus de Matt Ross con Viggo Mortensen- aquí los integrantes del clan padecen a un padre alcohólico y negligente y una madre igual de descuidada y abúlica.
Dicho de otro modo, en lugar de encontrarnos con un proceso de reconstitución familiar a partir de una tragedia y la necesidad de reingresar a un exterior odioso y banal, en esta oportunidad lo que tenemos es más bien una clásica espiral de atropellos y olvidos que resultan comunes a cualquier familia contemporánea, sean estos homeless de izquierda como los Walls o no. La trama comienza en 1989, cuando la hiper aburguesada Jeannette (Brie Larson) está preocupada por la posibilidad de que su prometido conozca a sus padres squatters Rex (Woody Harrelson) y Rose Mary (Naomi Watts), lo que provoca una serie de recuerdos sobre su infancia y adolescencia que constituyen el sustrato excluyente de la catarata de flashbacks y flashforwards que dan forma al relato. Junto a sus tres hermanos, la protagonista debe sobrellevar hambruna, continuas mudanzas y carencias materiales varias.
La película por momentos se hace pesada no por la carga fatalista de las secuencias y su paradójica tendencia a querer condenar y exorcizar en simultáneo a los padres todo el bendito tiempo, sino debido a lo cansador de la arquitectura dramática y lo repetitivo que se vuelve a lo largo de las más de dos horas de metraje, siempre yendo y viniendo en el tiempo para -en última instancia- caer en redundancias del tipo “la protagonista de adulta es exitosa aunque tiene sentimientos contradictorios con su familia” y “hablamos de progenitores amorosos pero indolentes”, los cuales no alimentan a sus hijos, suelen ser violentos y crueles, se pelean cada dos por tres, generan que Jeannette se queme la mitad de su cuerpo y hasta no le dicen nada a la madre de Rex, la abuela de los niños, cuando ésta intenta violar al único hijo varón del clan (lo que suma pederastia a la colección de abusos).
Como señalábamos anteriormente, el gran factor redentor del film es el desempeño del elenco, con Larson y Harrelson a la cabeza: ella hace maravillas con su principal marca registrada al actuar, léase esa frialdad que entibia de repente para dar el “golpe de gracia” a la escena, y él vuelve a demostrar que es un monstruo sagrado del séptimo arte de nuestros días, capaz de un rango emocional con el que otros colegas sólo pueden soñar. En El Castillo de Cristal lamentablemente queda en primer plano la obsesión hollywoodense con lavar los componentes más sórdidos de cualquier material de base con vistas a construir personajes demasiado sencillos e identificables para el público bobalicón del mainstream, circunstancia que aquí termina agravándose ya que el tópico inmaquillable de fondo es la pobreza, la cual -desde su visceralidad y urgencia- siempre se fagocita a las nimiedades del arte y mucho más a las pretensiones de redención que se dejan entrever en el final, ejemplo máximo de esos facilismos dramáticos forzados que suelen malograr aún más lo visto…