La película presentada en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam en carácter de première mundial por el director de Plan B genera una inquietud y hasta incomodidad que no recuerdo en su obra desde Ausente (2011). Puede decirse que en el caso de El cazador, ese terreno cenagoso, en el cual hay una virtual niebla que todo lo envuelve, tiene que ver con una contradicción intrínseca a la que el realizador no le saca el cuerpo: como siempre la fantasía y el deseo forman parte de la deriva de los personajes, pero al acercarse a un tema tabú como el de la pornografía infantil, eso impone restricciones y límites que no pueden ignorarse. ¿Cómo hacerse cargo de este tema sin renunciar a un tono y una mirada tan personales como la de Berger? Ese sinuoso y difícil sendero es muy difícil de transitar, pero es el único que posibilita evitar caer tanto en la explotación como en la moralina.
Sabemos que Berger es un gran director de actores y está claro que la entrega y compromiso de estos últimos permite que la intriga nos provoque una sensación física en la que la explosión del deseo y el despertar sexual mutan en temor e incomodidad (y hasta, en algún caso, desagrado). Los personajes tienen filo y eluden los arquetipos al tiempo que la lógica del gato y el ratón troca el rol de quienes cumplen esos papeles.
El tema de los límites de la intimidad, del cada vez más pequeño espacio librado a la privacidad choca con los impulsos del deseo que en la pubertad resulta irrefrenable. ¿Puede uno odiar y desear a otro al mismo tiempo? Y, más allá de lo legal y moralmente permitido, ¿pueden esos sentimientos estar presentes en personas tan jóvenes, menores de edad incluso? Sólo formular estas preguntas nos confronta a una realidad que nos intriga o nos espanta. Y Marco Berger tiene la inteligencia y sensibilidad de dejarnos con esos interrogantes, contando, como tan bien lo sabe hacer, otra historia en la que tabú y deseo forman parte esencial de la deriva narrativa.