La naturalización del canibalismo.
¿Qué ha sido del cine visceral y/ o furibundo de décadas pasadas, aquel que resultaba profundamente doloroso y golpeaba tanto al estómago como al intelecto? La respuesta la encontramos por un lado en las bazofias mainstream que pasteurizan la violencia castrando sus raíces sociales, y por el otro en una seudo independencia festivalera cuyo único interés es fetichizar las carnicerías desde una lógica autosustentable y por demás vacua. Ya sea bajo el artificio infantiloide o el shock onanista de siempre, los excesos del frenesí comunal permanecen sepultados en la coyuntura cinematográfica contemporánea y sólo en algunas ocasiones salen a la luz, cuando por fin son rescatados de la abulia e idiotez procedimental.
Desde hace tiempo se deseaba la aparición de un convite desvergonzadamente nihilista como El Cazador (The Rover, 2014), capaz de arrojar sal en las heridas con vistas a bajar a la tierra esa patética utopía de “perfección humana” que muchos burgueses arrastran hoy por hoy, ombliguismo mediante. La segunda realización de David Michôd, luego de la más que interesante Animal Kingdom (2010), retoma lo mejor de la producción contracultural australiana de los 70 para “salpicar” la lente con un desparpajo gore que combina el contexto atormentado de Mad Max (1979), la rusticidad de Wake in Fright (1971) y las disquisiciones morales de Walkabout (1971), una de las obras maestras de Nicolas Roeg.
La historia se sitúa “diez años después del colapso”, sin mayores precisiones, y comienza con el robo del vehículo de Eric (Guy Pearce) a manos de una pandilla comandada por Henry (Scoot McNairy). Pronto el susodicho se topa con Rey (Robert Pattinson), un joven con una bala en su abdomen que dice haber sido abandonado por su hermano Henry, lo que deriva en que ambos encaren un periplo por carreteras desérticas en pos de ajustar “cuentas pendientes”. Con un tono aletargado, personajes taciturnos, alegorías varias sobre yermos inertes y mucha desesperación a flor de piel, el director y guionista utiliza un realismo sucio para dosificar la información e “irrumpir” con estallidos esporádicos de crueldad furtiva.
En buena medida el film opone la candidez inconmensurable de Rey con el pragmatismo lúgubre de Eric, logrando una mixtura que ahonda con gran perspicacia en tópicos propios del Armagedón, como la naturalización del canibalismo y la exploración de los resquicios éticos de un mañana desolador. Mezcla de ciencia ficción apocalíptica, western existencial y drama minimalista, El Cazador duplica los instantes contemplativos de Animal Kingdom y analiza la rabia latente en nuestras relaciones vinculares cotidianas. Ahora bien, en simultáneo el opus lleva al extremo esta suerte de esteticismo seco que saca provecho tanto de la imprevisibilidad narrativa como de los “tiempos muertos” símil Cormac McCarthy.
A pesar de que la propuesta no llega a constituirse en una “película de quiebre” en lo que respecta a su discurso melancólico y los engranajes prototípicos de los géneros en cuestión, definitivamente aporta un soplo de aire fresco al conformismo ideológico estándar, ese esquema comercial condenado a la mediocridad. Esta pequeña anomalía dignifica a las distopías de antaño, esquiva toda categorización apresurada, ofrece chispazos de inequívoca genialidad, apuntala una inesperada química entre los protagonistas de turno y nos regala un desenlace extraordinario, en el que el amor y el respeto por los verdaderos inocentes prevalecen por sobre la lacra humana, cuya brutalidad “se da cita” a lo largo del trayecto…