Poco convincente acto de contrición
El tema de la confrontación entre las intenciones divinas y la necesidad -tan humana- de reprimir los deseos carnales y materiales es un tema recurrente en la narrativa literaria y cinematográfica. Tal vez la mejor definición de esta tensión permanente es la palabra “tentación”, que da lugar a una fascinación casi sacramental.
En El Cielo elegido, debut cinematográfico del director y guionista Víctor González en el largometraje, el delicado equilibrio entre el bien y el mal aparenta, a primera vista, caer del lado de la convicción religiosa. Sin embargo, si la fe no fuera cuestionada y puesta a prueba por la ambición y el temor al castigo divino, simplemente no habría historia que contar.
En El Cielo elegido el sujeto/objeto de esta disquisición es el padre Pablo, interpretado por Juan Minujín con una cierta dosis de sutil credibilidad gracias a su talento y entrenamiento actoral, y no por el guión, estropeado por unos cuantos baches narrativos.
El joven padre Pablo intenta sobreponerse a la pesadilla del sangriento motín de Sierra Chica (1996), que pasó a la historia como la más cruenta revuelta carcelaria de la historia argentina: 1.500 presos alzados en armas, 17 rehenes, incluyendo a una jueza y a su asistente, siete presos muertos, cuerpos descuartizados y quemados en un horno, y un horrendo festín caníbal.
Con el peso moral sobre sus espaldas, el padre Pablo se refugia en un seminario, un entorno aparentemente más pacífico y sin los cuestionamientos éticos y religiosos planteados por la vida religiosa. El seminario, sin embargo, alberga oscuros secretos que amenazan con derrumbar el delicado equilibrio logrado por el padre Pablo. En medio de la cotidianeidad de claustros y corredores, Pablo se ve atrapado en otra trampa mortal: un oscuro incidente del pasado entre el padre Claudio (Osvaldo Bonet) y el padre Orbe (Osmar Núñez).
En contra de su voluntad, Pablo se convierte en depositario de un secreto y varios misterios bien resumidos por el afiche de la película: “El camino de la fe no es fácil. Tampoco el del crimen”. Salvando las distancias, bajo esta supuesta premisa bien cabría imaginar un dilema ético-moral-religioso como el planteado por Hitchcock en Mi Secreto me condena (I Confess, 1953), fascinante dilema ético y moral que palpita con la convicción de los mejores thrillers psicológicos.
Nada más alejado de la verdad. El Cielo elegido no es ni un thriller psicológico ni un planteo moral sobre la brecha que separa al Cielo de las miserias terrenales.
El Cielo elegido tampoco se acerca a otro de los objetivos propuestos por sus autores: un neo-noir (euro-noir sería más apropiado) en el cual la figura del flic es reemplazada por la de un cura obligado por las circunstancias a transformarse en pesquisa.
Con tanta premisa y tantas buenas intenciones, El Cielo elegido se empantana, a nivel narrativo, en una sobreextendida peripateia que tratan de vendernos como película de misterio con una fuerte disquisición moral y religiosa. La redención, para este Camino elegido, está lejos, muy lejos, en un lugar remoto llamado Buen Cine.
La salvación, sin embargo, llega de la mano de los talentosos protagonistas: Juan Minujín, Osvaldo Bonet, Osmar Núñez y Jimena Anganuzzi. A fuerza de profesionalismo actoral, los cuatro sostienen, como pueden, el atisbo de tensión dramática de este intento fallido de cruce de géneros que termina conviertiéndose en un patético hibrido.