Abordar lo infilmable
A treinta años de la detención policial de Arquímedes Puccio (ver nota referida al clan Puccio) es que surge esta impactante recreación de época dirigida por Pablo Trapero (Mundo grúa, Nacido y criado, Leonera, Carancho) uno de los más renombrados e importantes directores argentinos en actividad. Había que animarse a hacer algo así: no se trata solamente de una producción abultada para los presupuestos argentinos (detrás de este proyecto se encuentran productores como los hermanos Almodóvar y Telefé), sino que entra de lleno en un tema particularmente sensible para la población: el secuestro y la extorsión por parte de paramilitares a civiles durante los últimos años de dictadura argentina y los primeros de democracia. Era necesario entonces un rigor histórico soberano, un esmero específico en darle al abordaje la profundidad pertinente y proveer a los personajes de las ambigüedades necesarias para evitar convertirlos en villanos de manual. Lo curioso, considerando todo esto, es que tanto esta película como la serie simultánea Historia de un clan, en vez de estructurar sus relatos como una investigación policial o plantear los sucesos enfocados en las víctimas, optaron por la opción más complicada y controversial de todas: contar la historia desde la óptica de los mismos secuestradores y asesinos.
Es así que El clan entra sin anestesia en uno de los territorios más escabrosos de la historia argentina reciente: la casa perteneciente a la mismísima familia Puccio. Más específicamente, la anécdota se estructura en el vínculo paterno-filial de Arquímedes Puccio (Guillermo Francella en el papel más oscuro de su historia) líder y cerebro del clan, con su hijo Alejandro (Peter Lanzani, a la altura), un joven repleto de inseguridades que accede a los más inaceptables mandatos de su padre. Trapero se confirma una vez más como un gran narrador, y si bien la película transcurre con cierta predecible linealidad y sin mayores vuelos cinematográficos, el ritmo es envidiable y la anécdota está colmada de pequeños y sutiles elementos que llevan a comprender hasta qué punto la impunidad y la omnipotencia estaban metidas en la cabeza del patriarca y su banda, o la forma en que los no implicados de la familia hacían la vista gorda y los oídos sordos a una realidad ineluctable. Hay escenas que sobresalen: los planos secuencia en que los secuestros son filmados desde el asiento trasero del auto y otros tramos oscuros, musicalizados con las desconcertantes "Sunny Afternoon", de los Kinks, "I'm Just a Gigolo", de David Lee Roth, "Wadu-Wadu" de Virus, entre otros alegres temas. La cinefilia de Trapero se vuelca de forma patente en escenas que homenajean a varios de los mejores tramos de Él de Buñuel y de Buenos Muchachos de Scorsese, con un oficio a la altura.
En semejante propuesta, la decisión más llamativa es la de buscar la empatía del espectador por el personaje de Alejandro, un muchacho al que vemos participar, en escenas tan duras como sorpresivas, en horrendos secuestros. Pero lo que puede parecer una opción formal profundamente cuestionable se encuentra muy bien resuelta, ya que Trapero se encarga de mostrar que Alejandro tiene plena responsabilidad, es consciente de sus actos y hasta es libre de elegir. Lo vemos en la escena en la que, como en contraposición, su hermano menor decide escapar del núcleo familiar, o en esa otra en la que el padre logra tentarlo con grandes sumas de dinero; por si quedara alguna duda, su responsabilidad se confirma en su decisión de ser juez y verdugo de sí mismo, inmediatamente después de un último y determinante diálogo.
Sólida por donde se la mire, El clan es de esas películas necesarias que parecerían estar allí para cumplir un rol, sea historiar, denunciar (aunque sea tardíamente), proponer una mirada, un diálogo con el pasado. Es además un éxito de taquilla descomunal, lo cual en este caso parece algo festejable.