La máquina de la misantropía.
Contamos con dos entradas analíticas principales frente a una película del calibre de El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), hasta cierto punto complementarias considerando el linaje que la precede. En primera instancia debemos aclarar que hablamos de quizás la primera obra que se toma en serio el tópico del genio solitario y semi autista que viene a traer a la humanidad un regalo del conocimiento más abstracto, sin dudas un recurso que ha sido exprimido hasta el hartazgo por el cine mainstream de las últimas décadas y que aquí funciona apenas como la excusa del excelente andamiaje narrativo que se construye a su alrededor, hoy por hoy vinculado a aquellos thrillers de espionaje y paranoia sutil en los que el destino de una disputa bélica depende de descifrar un misterio.
Ahora bien, otra posible vertiente nos conduce hacia la falsa concepción de que los grandes progresos en lo que respecta al hábitat cotidiano de los hombres son responsabilidad de un pequeño pichón de capitalista que desde su cueva pergeña el próximo hit del mercado, el cual vendrá a hacernos la vida mucho más fácil, un delirio impulsado por los medios de comunicación, sus repetidoras gubernamentales y los ciudadanos de pocas luces. El film en cuestión nos acerca a la triste realidad, la aceptemos o no: prácticamente todas las supuestas revoluciones del siglo XX obedecieron a un equipo de trabajo académico con lazos con alguna unidad estatal y/ o las industrias menos santas del panorama transnacional, léase los conglomerados armamentista, químico, tecnológico, automotriz y de telecomunicaciones.
La propuesta se centra precisamente en uno de los secretitos más sucios de la Segunda Guerra Mundial, la desencriptación del código al que hace referencia el título en castellano, un complejo sistema de señales de radio que utilizaban los alemanes para transmitir información y que resultaba inentendible a oídos de los aliados, en especial por la cantidad de combinaciones que habilitaba la reconstitución diaria del lenguaje en su conjunto, una tarea que se tomaban los nazis para evitar el descubrimiento del arcano. Financiado por la milicia británica y el servicio secreto, Alan Turing (Benedict Cumberbatch), un matemático misántropo e incomprendido, fue el líder de un grupo que no sólo acortó el conflicto al revelar la gran incógnita sino que también sentó las bases de la informática contemporánea.
Muchos cinéfilos esperábamos con ansias el debut hollywoodense del noruego Morten Tyldum, el realizador de la extraordinaria Cacería Implacable (Hodejegerne, 2011), pero era imposible predecir que saldría tan airoso de un proyecto de esta envergadura. Al igual que en el opus anterior, aquí tenemos un suspenso detallista apuntalado en una constante sensación de peligro y desasosiego, como si la soberbia de Turing fuese equiparable a su inteligencia pero al mismo tiempo no le garantizase la certidumbre o una mínima estabilidad frente a los embates del entorno. De hecho, el fascinante guión de Graham Moore juega muy bien con la homosexualidad del protagonista como si se tratase de una espada de Damocles (recordemos que la sodomía estuvo penada en Inglaterra hasta 1967).
Si bien el convite gira en torno a la pugna de Turing por trasladar sus teorías a una máquina concreta a pesar de la resistencia de sus compañeros y superiores, la historia presenta en simultáneo tres líneas temporales que van confluyendo de a poco, naturalmente: está su formación educativa de adolescente, el período de la contienda de los imperialismos europeos y sus últimos años en este mundo, cuando en la década del 50 la policía comienza una investigación por un robo en su hogar. La película se va transformando en un relato colectivo cargado de tensión y dolor en consonancia con las exigencias de las cúpulas, la necesidad de mantener todo oculto, la dinámica cotidiana entre los responsables de la faena y una demora insoportable que es sinónimo de más sangre derramada en las trincheras.
Resulta en especial prodigiosa la estrategia de combinar los vaivenes de la micropolítica de los aliados (espía ruso incluido), un contexto social por demás castrador (en esta ocasión la ignorancia es el villano principal) y la aversión de Turing al trato con otros seres humanos (las soluciones diplomáticas casi no existen porque al señor no le interesan). Más allá de las maravillosas actuaciones de Mark Strong, Matthew Goode, Keira Knightley y Charles Dance, estamos ante un soliloquio sin parangón de Cumberbatch, un gran intérprete que hasta este momento no había tenido una oportunidad de brillar como merecía: su Turing es un luchador aguerrido cuyas respuestas están a la altura de las agresiones de las que es objeto en este retrato admirable del lumpenproletariado de los servicios de inteligencia…