Matemático superdotado, considerado uno de los padres fundadores de la ciencia de la computación y precursor de la informática moderna, el británico Alan Turing fue también, como creador de la máquina que permitió descifrar el código de transmisiones usado por los nazis, quien más contribuyó a derrotar a Hitler y reducir la duración de la guerra, con el consiguiente ahorro de miles de vidas humanas. Un héroe al que la historia recuerda menos de lo que merecería seguramente porque fue víctima de la pequeñez y la mezquindad de una sociedad que no solamente no lo comprendía, sino que terminó destruyéndolo con su homofobia.
Dos secretos marcaron la vida de este genio, también desfavorecido por su carácter solitario y arrogante. Uno, al que se consideraba inviolable, entre otros motivos porque mudaba todos los días, el código Enigma que encriptaba los mensajes de los alemanes, y que él, con sus cuatro expertos colegas, logró decodificar y fue elemento clave para anticipar las estrategias del enemigo y acelerar el fin del conflicto. El otro, personal: su homosexualidad, que debía mantener oculta en una Inglaterra que todavía por muchos años más seguiría penándola como en los tiempos de Oscar Wilde. (Procesado por indecencia en los años 50, debió optar en 1952 entre la prisión o la castración química, a la que se sometió. Dos años después se quitaría la vida, y sólo en 2013, tras las demoradas disculpas presentadas por el gobierno británico en 2009, la reina le concedió el indulto póstumo.)
Más allá de algunos convencionalismos, el noruego Tyldum (apoyado en un bien construido guión de Graham Moore) alcanza el raro mérito de proporcionar un generoso volumen de información en poco menos de dos horas sin abrumar con el planteo de problemas matemáticos y sus correspondientes soluciones. Inteligentemente, comprende que dar información detallada sobre los trabajos de Turing sólo sería accesible a público muy versado en el tema: prefiere apuntar a generalizaciones y exponer los avances y las frustraciones durante el endiablado proceso, que exige tanta perseverancia y empeño como los que muestran los cinco estudiosos encerrados en un hangar de Bletchey Park, incluida la criptoanalista Joan Clarke (Keira Knightley, impecable), que es quien mejor entiende el carácter del solitario Turing y a quien él llega a proponerle matrimonio, a pesar de su condición sexual. Este sector ocupa el lugar central por medio de flashbacks insertados en el proceso que la Inglaterra puritana de posguerra le sigue al protagonista. Otros son más lejanos: van hasta los años 20 y muestran en precisas pinceladas el despertar de su genio y el reconocimiento de su sexualidad.
La elegante puesta en escena del realizador tiene en Benedict Cumberbatch más que un puntal decisivo. Gracias a su trabajo, de una riqueza de matices y una fuerza interior que descartan cualquier exhibicionismo, se desnudan los rasgos más sutiles de una personalidad compleja, difícil y al mismo tiempo cautivante. Es justo que esté tan cerca del Oscar.