Un film caótico y prejuicioso que acepta cualquier mezcolanza
Al francorrumano Radu Mihaileanu le gusta valerse del humor para hablar de temas dramáticos y no le tiene miedo a la mezcolanza de géneros. Vuelve a demostrarlo en El concierto , donde añade otro ingrediente que suele hacer muy buenas migas con el cine popular: la música (Tchaikovsky, para más datos) y donde asoma otra vez un asunto recurrente en su cine (la persecución de los judíos), aunque en este caso sólo como antecedente directo de una acción que transcurre en la actualidad.
Sus películas suelen partir de una idea ocurrente (a veces tan arriesgada como la de El tren de la vida , donde los habitantes de una aldea europea, para escapar de los nazis, falsificaban su propio tren de deportación), que después desarrolla con mayor o menor fortuna. La de El concierto no es demasiado original ni mucho menos probable, pero resulta funcional al enredo. En la Rusia actual de multimillonarios que compran clubes de fútbol y reyes del gas de cuyos humores depende media Europa, hay un empleado de limpieza del Bolshoi que todavía (?) está pagando la culpa de haberse atrevido a desafiar a Brezhnev: hace treinta años, cuando dirigía la orquesta del teatro y era la batuta más famosa del país, se negó a desprenderse de los músicos judíos de su organismo y desde entonces fue humillado de todos los modos posibles. Hasta que el azar le da la oportunidad de la revancha: una noche intercepta un mensaje de París donde invitan a la orquesta del teatro a presentarse en el Châtelet y concibe la absurda idea de asumir el compromiso y viajar a Francia para hacerse cargo del concierto. Sólo le faltan los músicos, los instrumentos, un manager, los pasaportes, la sala de ensayos, todo. Pero tiene la pasión y cuenta con los amigos y con la energía eslava, que se pone en marcha para reparar la injusticia.
Mihaileanu guarda ases en la manga para engatusar al público: la revancha de los humillados, el pintoresquismo de personajes coloridos alla Kusturica, la música de Tchaikovsky (25 minutos finales de su concierto para violín en un crescendo que el montaje subraya). Pero no puede disimular la caótica marcha de un film que acepta cualquier mezcolanza y cualquier incongruencia, ni el postizo añadido de una historia sentimental que apela en vano a la emoción y sólo produce baches en la acción.Ni mucho menos redimirlo del retrato prejuicioso de judíos, eslavos, gitanos, nuevos ricos rusos y homosexuales, puros clichés imperdonables. Sólo restan algunos buenos trabajos (Valeri Barinov, el manager, por ejemplo) y algunas escenas graciosas, sobre todo en la primera parte.