Maldiciendo en el altar
James Wan es una de esas figuras del séptimo arte contemporáneo que dividen aguas ya que en simultáneo sintetizan la peor faceta del horror y del cine de género de nuestros días y varias de las posibles soluciones que podrían probarse para dejar a todos contentos o a la mayoría de las partes involucradas sin que ello repercuta de manera en verdad calamitosa en la dimensión creativa/ cualitativa: el director de maravillas como El Juego del Miedo (Saw, 2004), La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013), trabajos dignos como El Silencio de la Muerte (Dead Silence, 2007), Sentencia de Muerte (Death Sentence, 2007), La Noche del Demonio: Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013) y El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) y bodrios en línea con Rápidos & Furiosos 7 (Fast & Furious 7, 2015) y Aquaman (2018), dos propuestas bajo un lucrativo encargo, tiende a dejarse llevar por los latiguillos ochentosos y noventosos del terror como los jump scares, los personajes estereotipados y una claustrofobia de manual aunque siempre ejecutando los ardides en cuestión desde una solvencia artesanal que pone en vergüenza a muchos colegas suyos del presente, sin duda unos técnicos sin un gramo de talento o imaginación, logrando además utilizar a los CGIs con inteligencia y sin convertir al relato en una mera excusa para el bus effect a lo La Marca de la Pantera (Cat People, 1942), mítica realización de Jacques Tourneur. Tratando de no perder la dignidad, respetar la insistente previsibilidad comercial del mainstream y satisfacer tanto a los espectadores veteranos que ya saben lo que se viene como a los bisoños que se asustan de cualquier cosa, Wan patentó un estilo autoconsciente y muy cuidado a nivel formal que no descuella en ningún sentido pero tampoco derrapa hacia la comarca del triste olvido de la mayoría de los productos deslucidos de hoy en día.
La tercera parte de la franquicia craneada por el malayo junto a los guionistas y hermanos Chad y Carey W. Hayes, El Conjuro: El Diablo me Obligó a Hacerlo (The Conjuring: The Devil Made Me Do It, 2021), lo encuentra en el rol de productor y cediéndole los rubros principales a socios de su confianza, primero el realizador Michael Chaves, aquel de la bastante anodina La Maldición de la Llorona (The Curse of La Llorona, 2019), y segundo el guionista David Leslie Johnson-McGoldrick, responsable de aquella joyita intitulada La Huérfana (Orphan, 2009), de Jaume Collet-Serra, otro artesano contemporáneo que supera por mucho a Wan, y también de propuestas bien apestosas como La Chica de la Capa Roja (Red Riding Hood, 2011), opus de Catherine Hardwicke, Furia de Titanes 2 (Wrath of the Titans, 2012), de Jonathan Liebesman, y la citada Aquaman, amén de El Conjuro 2. Ni la solvencia de la hoy factoría del malayo nos salva del cansancio que está experimentando incluso su buen oficio y su meticulosidad todo terreno, algo que se explica por las ahora tres partes de El Conjuro, La Maldición de la Llorona, La Monja (The Nun, 2018), de Corin Hardy, y la trilogía de aquella muñeca del averno, nos referimos a Annabelle (2014), de John R. Leonetti, Annabelle 2: La Creación (Annabelle: Creation, 2017), la mejor del lote gracias a la eficacia de David F. Sandberg, y Annabelle 3: Viene a Casa (Annabelle Comes Home, 2019), de Gary Dauberman, panorama que nos deja con este nuevo eslabón, nada menos que el octavo, que entrega más y más de lo mismo y en esencia recupera el protagonismo del dúo de investigadores paranormales que todos conocemos, el matrimonio de Ed (Patrick Wilson) y Lorraine Warren (Vera Farmiga), el primero un demonólogo y la segunda una clarividente y médium, ambos basados en personajes verídicos ya fallecidos.
La historia comienza en 1981 con el exorcismo de un mocoso de ocho años, David Glatzel (Julian Hilliard), durante el cual Ed es testigo de cómo el espíritu maligno sale del cuerpo del purrete y entra en el de Arne Cheyenne Johnson (Ruairi O’Connor), novio de la linda hermana de David, Debbie Glatzel (Sarah Catherine Hook), mudanza que se explica por la propia invitación del muchacho sin medir las consecuencias de su acto. El personaje de Wilson sufre un ataque al corazón que lo envía al hospital y cuando vuelve al ruedo le avisa de inmediato a Lorraine para que ella a su vez trate de frenar la tragedia que se avecina en el horizonte, no obstante el ser maléfico manipula los sentidos de Arne y lo conduce a matar de 22 puñaladas al casero borrachín del joven, Bruno Sauls (Ronnie Gene Blevins), dejándolo a las puertas de la pena de muerte a menos que los investigadores sobrenaturales encuentren evidencia concreta y admisible de que estaba bajo el influjo de un demonio. En este punto hay que sincerarse y decir que resulta bastante meritoria esta idea de introducir algo de novedad dentro del planteo fantasmagórico estándar de la saga mediante el enfoque detectivesco del relato de El Conjuro: El Diablo me Obligó a Hacerlo y el recurso posterior de convertir al soldado de Belcebú en otro peón al servicio de -o mejor dicho, convocado por- el peor engendro que ha pisado este Planeta Tierra, un simple ser humano. Desde ya que en la reglamentaria pesquisa la pareja Warren se topará con otras víctimas, enfrentará peligros a toda pompa, terminarán ellos mismos en el ojo de la tormenta y hasta contactarán a una especie de colega que supo estudiar a una tenebrosa secta satánica, los Discípulos del Carnero, el Padre Kastner (John Noble), gran experto en lo oculto que incluso tiene en su casa un cuarto lleno de objetos malditos y memorabilia sombría como el de Lorraine y Ed.
Como decíamos al principio, la impecable factura técnica de las películas del universo de El Conjuro no se debe solamente al acceso a presupuestos inflados cortesía de Warner Bros. Pictures y New Line Cinema sino asimismo a la noción de Wan y sus testaferros de no abusar de los truquillos digitales, mantenerse fiel al desarrollo de personajes, contratar a actores de primer nivel como Farmiga y Wilson, tratar de buscarle un mínimo sustrato novedoso al acervo paradigmático de siempre y en general construir una montaña rusa grandilocuente que no pierda su costado humano y establezca con sabiduría una distancia prudencial entre las distintas escenas terroríficas para no saturar al espectador y provocar hartazgo, reacción muy común en materia de los productos del mainstream actual porque anulan cualquier sutileza o encanto escalonado a través de la redundancia, los atajos dramáticos y esa insoportable torpeza a la hora de bajar un poco las revoluciones y apostar a lo no dicho y la sana ambigüedad, una que encontramos en prácticamente toda la praxis real del día a día. Chaves aquí supera por mucho lo realizado en ocasión de su ópera prima porque definitivamente el “control de calidad” de Wan y los estudios involucrados estuvo mucho más alto en consonancia con un proyecto de un mayor y/ o más importante perfil comercial como el presente, tercer eslabón luego de los dos previos y superiores dirigidos por el papi de la franquicia. Las buenas intenciones están por todos lados y el desempeño del elenco es excelente, no obstante cada una de las escenas nos remite a una infinidad de películas de antaño que trabajaron los mismos tópicos de mejor manera, desde El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, El Resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, y Poltergeist (1982), de Tobe Hooper, hasta las recientes La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers, y El Legado del Diablo (Hereditary, 2018), de Ari Aster, todas ellas ejemplos de que más que sólo poner a una figura lúgubre maldiciendo a terceros en un altar mefistofélico lo que hace falta es construir verdadero suspenso que justifique tamaño viaje y genere una imprevisibilidad en esta ocasión casi desaparecida por la catarata imparable de clichés que anticipan el final feliz y en simultáneo semi abierto que todos sabemos que se asomará durante los últimos segundos del metraje…