EL DIABLO ME OBLIGÓ A VERLA
Corría el año 2016. Salía de ver El conjuro 2, y tenía dos certezas. La primera era que había visto una gran película, y la segunda, que iba a ser difícil dormir esa noche. No recuerdo si me quedé mucho tiempo despierto, pero lo que sí recuerdo es la incomodidad de estar solo, a oscuras, en un silencio lleno de pequeños ruidos inquietantes. Cinco años después se estrena El conjuro 3: el diablo me obligó a hacerlo, una secuela que recupera al matrimonio protagonista después de los intentos fallidos por extender el universo de los Warren, con La monja como el fiasco mayor, La maldición de la Llorona pisándole los talones, y la precuela y la secuela de Annabelle como propuestas menores y un poco entretenidas. Tengo que admitir que, decidido a verla, temí una noche como aquella, pero no ocurrió. Cuando terminó, simplemente me acosté y me dormí sin ninguna dificultad. La moraleja de esta historia sería algo así: si el sueño llega sin esfuerzo después de la función, no son buenas noticias para una película de terror.
Hay que ser justos: El conjuro 3 no está a la altura de sus antecesoras, pero es más competente que la mayoría del cine de terror que puede verse por estos días. Es probable que eso se deba casi exclusivamente a sus protagonistas, Ed y Lorraine Warren, en una demostración obvia pero necesaria de que en el terror los personajes sí importan. Son los Warren, interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga, los que permiten que al espectador le importe lo que está pasando; son ese núcleo emocional sobre el que se construyen las grandes historias. Y sí, la de El conjuro 3 no es una gran historia, pero se mantiene a flote durante un buen rato porque nos preocupa que a Ed le dé un infarto, o que Lorraine se pase de mambo con sus conexiones con el más allá y no vuelva. Las historias de los Warren son demoníacas, pero de lo que hablan en verdad es de la manera en que estas dos personas se enfrentan a esos demonios, del costo personal y del sacrificio que implica, y de que mantenerse unidos termina siendo la única manera de equilibrar la balanza contra el Mal.
No es sencillo tomar la posta de James Wan, el gran responsable de los méritos de la saga y uno de los renovadores del terror en el nuevo milenio. Pero en esta ocasión lo que hereda el director Michael Chaves es un universo ya construido, por lo que El conjuro 3 no se demora en presentaciones y arranca con un prólogo lleno de gestos reconocibles (incluido un plano homenaje a El exorcista), en donde los Warren y un sacerdote intentan expulsar a un demonio del cuerpo de un niño. Lo que sigue cambia un poco el juego: ya no hay una casa encantada (aunque, a su manera, la hay) como en las dos películas previas, si no que los protagonistas deberán ayudar a Arne (Ruairi O’Connor), un adolescente acusado de homicidio, porque aparentemente estaba poseído al momento del crimen.
Al igual que sus antecesoras, la película se inspira en un caso real (que ya tuvo una adaptación para televisión en los 80, llamada The Demon Murder Case), pero si en aquellas la premisa funcionaba agregando al terror una capa de credibilidad, acompañada por la construcción de climas y personajes de Wan, acá no es más que una anécdota. Si uno mira más allá de los Warren, empiezan a aparecer los secundarios desechables y los giros funcionales del guion, en una trama detectivesca que parece salida de alguna novela policial del montón. La aparición de un culto satánico como el responsable de mover los hilos echa por la borda la posibilidad del terror intangible, ancestral, ese que no te deja dormir, y el interés permanece porque la dupla protagónica sigue en pantalla. No vamos a negar que Chaves filma secuencias atractivas y que su película luce profesional, pero como decíamos antes, no es más que un artesano al que dejaron a cargo del negocio por un rato. De la marca autoral de Wan, esa combinación entre clasicismo e innovación, solo quedan los cimientos, y Wilson y Farmiga hacen lo que pueden para que la cosa funcione, con dignidad y oficio. Verlos alcanza para salvar esta secuela menor, entretenida y probablemente olvidable.