El desprecio
El protagonista (interpretado por el notable actor Rafael Spregelburd) no es un buen crítico de cine, sino que representa a lo peor de su especie. Es uno de esos prestigiosos criticoides que, lejos de informar, analizar o plantear una opinión justificada, dictamina, despliega veredictos. Como toda caricatura, tiene mucho que ver con algunos ejemplares reales que pueden encontrarse de vez en cuando, pero durante su primera mitad esta película construye un personaje detestable, precisamente resaltando estas características del estereotipo del cinéfilo amargado; un tipo que se refugia en sus amados clásicos y desprecia a todas y cada una de las películas que le toca ver en las funciones privadas. El personaje cree ingenuamente que puede utilizar diálogos del cine de Jean-Luc Godard para ciertas situaciones de la vida real y, como no puede ser de otro modo, fracasa estrepitosamente en el intento. Para despuntar este perfil desagradable, utiliza un software que escribe por él, con frases ya hechas, intercambiables y utilizadas según la ocasión.
De todas maneras y a pesar de lo que pueda pensarse, el libreto se las ingenia para generar empatía por un personaje que esconde amarguras recónditas, que se esfuerza por caer bien a pesar de él mismo y que descubre una chica que le corresponde (Dolores Fonzi) sin entender realmente qué es lo que ve en él. Una escena en que ambos están juntos en su apartamento y en la que él se mira en el espejo con una mueca, para después moverlo y poder verla solo a ella, describe sin necesidad de palabras a un personaje plenamente disconforme consigo mismo y su imagen.
Pero quizá uno de los puntos más interesantes de esta película es que ya expone su propia crítica. Deja planteada, con mucha gracia, la forma más burda y obvia en la que suele criticarse a las comedias románticas, señalando todos los clichés y lugares comunes, los golpes bajos y la forma de manipular a la audiencia para lograr emociones y lágrimas fáciles. Y luego de eso, utiliza esos mismos clichés. Y lo más curioso es que lo hace bien, logrando los efectos buscados, de algún modo reivindicando los lugares comunes tan criticados. Por alguna razón existen los clichés, pareciera decir el director debutante Hernán Guerschuny (antes director de la revista Haciendo Cine) porque funcionan, porque tocan fibras inconscientes; porque la audiencia, a pesar de ya conocer sus mecanismos, su despliegue y su sucesión, sigue reaccionando ante ellos de la forma esperada. El "chico conoce chica" es la fórmula más vieja del mundo, pero la gente gusta de ver una y otra vez esta clase de historias y sus variaciones.
Cerca del final se plantea una inteligente reflexión, de esas que nos llevamos a casa. Como en Melinda y Melinda de Woody Allen se propone una encrucijada sobre cómo deben ser los desenlaces en estos planteos románticos, un final triste o un final alegre determinarán si lo que estamos viendo es un drama o una comedia, y qué parte de la audiencia se verá decepcionada o conforme. La solución de Guerschuny, sin caer en lo uno ni en lo otro, es plantear uno de esos finales abiertos que quedan picando, de esos que otorgan al espectador la valiosa oportunidad de reflexionar al respecto, y completarlo a su manera.