Quimeras del corazón.
A pesar de que la obsesión de los franceses con Alfred Hitchcock es por demás conocida y el mundillo cinéfilo galo nunca ha dejado pasar ni una oportunidad para revalidar su cariño hacia el británico, lo cierto es que tantas palabras de admiración casi nunca derivaron en películas concretas que respeten aquella estructura tradicional y a la vez incluyan algún pormenor novedoso o hasta representativo del director de turno (quizás la mejor manera de homenajear al maestro). Salvo excepciones históricas como Jean-Pierre Melville o Henri-Georges Clouzot, gran parte de la Nouvelle Vague y sus hijos pródigos demostraron una triste ineptitud en este apartado, debiendo contentarse con anomalías como Claude Chabrol.
Por supuesto que todo lo anterior no deshabilita que continúen porfiando en el terreno del suspenso clasicista con vistas a redondear esa ofrenda que definitivamente sienten que se le debe al inglés: hoy el presente opus de Mathieu Amalric se suma a la larga lista de intentos fallidos. El Cuarto Azul (La Chambre Bleue, 2014) no es para nada sutil en lo que respecta a su linaje, comenzando por una apertura con una pareja ilícita a la Psicosis (Psycho, 1960), un interrogatorio policial similar al detallismo de El Hombre Equivocado (The Wrong Man, 1956), una vuelta de tuerca que recuerda a Extraños en un Tren (Strangers on a Train, 1951) y una banda sonora intrusiva que calca a la de Bernard Herrmann de Vertigo (1958).
Con semejante cantidad de referencias, poco importa que la propuesta esté basada en una novela de Georges Simenon ya que el realizador y guionista vuelca la faena hacia el respeto profesional liso y llano. Una decisión narrativa acertada es la de combinar la interpelación de las autoridades a Julien Gahyde (de nuevo Amalric), un empresario, padre de familia y sospechoso de asesinato, con los flashbacks de los encuentros con su amante Esther Despierre (Stéphanie Cléau) y de los momentos previos al descubrimiento del crimen. Lamentablemente el francés abusa de esta estrategia a lo largo de 76 minutos que a veces se tornan bastante pesados en función de un “estribillo” formal que ocupa casi todo el metraje.
Lo verdaderamente curioso detrás del convite, más allá del hecho de jugar con el misterio de la identidad del o los difuntos, es el desenlace ensoñado vinculado al juicio propiamente dicho, una secuencia en la que Amalric trabaja muy bien el declive psicológico del protagonista vía su pasividad, las miradas efímeras, los cuchicheos, cierta euforia contenida y un montaje entrecortado de los distintos testimonios a favor o en contra. Aun así, esos últimos instantes no compensan los problemas de este retrato de las quimeras del corazón y el clásico “amour fou” de los galos: toda aquella efusividad de Tournée (2010), el film anterior del cineasta, se transformó en una oda loable pero errática al querido Hitchcock…