Sobre el derecho a la memoria colectiva.
Con el transcurso del tiempo ha quedado más que claro que los exploitations que originó el éxito de Los Juegos del Hambre (The Hunger Games, 2012) han sido -y vienen siendo- más interesantes que sus homólogos inspirados por la franquicia vampírica que comenzó con Crepúsculo (Twilight, 2008). Desde ya que cada exponente de esta suerte de subgénero de distopías para adolescentes enfatiza y/ o trabaja determinados rasgos de la “película base” con vistas a balancear con astucia las alusiones ocasionales y las mínimas novedades involucradas. En la misma línea de Divergente (Divergent, 2014) y The Maze Runner (2014), hoy llega El Dador de Recuerdos (The Giver, 2014), una nueva epopeya futurista.
Luego de otro de esos cataclismos que quedan bajo un manto de misterio, los líderes de mayor edad de la sociedad sobreviviente decidieron borrar la memoria colectiva de los seres humanos y construir un seudo paraíso en el que priman la igualdad y la armonía, a costo de mantener anestesiada a la población para que sus “emociones” no salgan a la luz. Cuando Jonas (Brenton Thwaites) es seleccionado como el siguiente “receptor” del catálogo de los sucesos pasados, el joven ve con buenos ojos el derecho a preguntar y la posibilidad de adquirir conocimientos, privilegios otorgados por el statu quo para convertirlo en un consejero vía las lecciones del “dador” del título (el gran Jeff Bridges).
Por supuesto que lo que aparenta ser una transmisión perenne e idílica de saber pronto deriva hacia un triste despertar vinculado con los cimientos reales de la comunidad en cuestión. La película está basada en la novela homónima de Lois Lowry, un trabajo que de por sí ya se nutría ampliamente de ingredientes varios de Un Mundo Feliz (Aldous Huxley), La Fuga de Logan (William F. Nolan y George Clayton Johnson) y hasta de Matadero Cinco (Kurt Vonnegut). Aquí reaparece la manipulación de la fotografía como recurso alegórico, todo un leitmotiv de la ciencia ficción y la fantasía ontológicas: tenemos blanco y negro para la etapa de esclavitud y el color para el quiebre de una uniformidad aletargada.
Quizás lo más curioso del convite sea el hecho de que el propio Bridges fue el máximo responsable de su materialización ya que deseaba adaptar el opus de Lowry desde hacía tiempo, circunstancia que debe haber influido en la elección del también veterano Phillip Noyce para la silla del director. Precisamente es la presencia del australiano la que garantiza una ejecución meticulosa y dinámica, carente de los artificios con los que el mainstream suele atosigarnos. Si bien las metáforas y la terminología de los diálogos son un tanto cursis y no llegan a deslumbrar, la sutileza del film y sus buenas intenciones apuntalan un producto digno que privilegia al humanismo por sobre la levedad y la apatía…