Franquicia en estado terminal
Como casi siempre suele ocurrir en el caso de Hollywood, todo el encanto de la primigenia Depredador (Predator, 1987), una de las varias obras maestras de John McTiernan en las distintas variantes del cine de acción, quedó licuado por completo por una ristra de secuelas que no sólo no estuvieron a la altura de la original sino que terminaron banalizando al querido personaje central, algo así como un verdugo alienígena de la humanidad y su predilección por destruir, cazar y devastar en general al planeta Tierra. El nuevo eslabón, El Depredador (The Predator, 2018), en esencia pretende funcionar como otro relanzamiento de la saga en sintonía con la previa Depredadores (Predators, 2010), dos películas que sin ser productos horribles e indigeribles, tampoco logran del todo su cometido porque caen en los mismos latiguillos quemados de siempre y un influjo que no consigue duplicar los éxitos de la hoy mítica propuesta de McTiernan protagonizada por Arnold Schwarzenegger.
Así como la idea central de la película de 2010 era tratar de recuperar el nerviosismo detrás del acecho en la jungla, ahora el núcleo de la faena parece ser volcar la idiosincrasia más urbana de Depredador 2 (Predator 2, 1990) hacia el terreno por antonomasia del director y guionista Shane Black, quien interpretó a Hawkins en el film de 1987 y luego se dedicó a escribir los guiones de obras de acción con fuertes chispazos de comedia como Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), El Último Boy Scout (The Last Boy Scout, 1991), El Último Gran Héroe (Last Action Hero, 1993) y El Largo Beso del Adiós (The Long Kiss Goodnight, 1996). Aquí hace lo mismo que hizo siempre sin embargo lamentablemente la iconografía de la franquicia de los cazadores del espacio con dreadlocks no pega para nada con el modelo de comedia machista y simplona de la década del 80, esquema que por cierto tampoco está muy aprovechado que digamos porque choca con todos los clichés actuales.
Dicho de otro modo, el opus de Black intenta en vano unificar las escenas de acción y el desarrollo en general hiper veloz, torpe y tracción a reduccionismos dramáticos de nuestros días con los chistes tontos pero artesanales de antaño y la parafernalia terrorífica/ rústica/ tecnológica de los depredadores, lo que desde ya desemboca en un revoltijo en el que ninguno de los ingredientes se siente cómodo en su lugar retórico y ninguno está ni siquiera cerca de todo su potencial de base. La historia también es rutinaria a más no poder: una nave extraterrestre se estrella en medio de una operación antinarco de militares yanquis en México y el único sobreviviente de la masacre, Quinn McKenna (Boyd Holbrook), no tiene mejor idea que enviarle a su esposa e hijo el casco y la famosa muñequera de los amigos astrales, circunstancia que hace que los susodichos se transformen de golpe en blancos de los alienígenas mientras a él lo etiquetan como “loco” y lo encierran con unos lunáticos.
De este modo nos topamos con los estereotipos del niño prodigio y la ex esposa bien quejosa aunque querible (el genial Jacob Tremblay, uno de los mejores actores infantiles contemporáneos, e Yvonne Strahovski, de The Handmaid’s Tale, están desperdiciados), el personaje femenino aguerrido enchufado en plan “contentar a todos los segmentos demográficos” (Olivia Munn compone a una bióloga que los representantes del gobierno traen para dilucidar si los depredadores se están hibridando con los humanos) y el grupito de chiflados/ payasos de turno en lucha contra los malos (por lo menos aquí en la categoría “malo” no sólo entran los depredadores sino también los milicos norteamericanos, energúmenos que se la pasan tomando prisioneros a los héroes para sacarles información). Si bien la propuesta es más o menos entretenida y se agradecen tanto la presencia de gore como el hecho de ver a soldaditos asesinos matando a soldaditos asesinos, la verdad es que la franquicia está en estado terminal y los tics de Black y compañía no logran revivirla…