Liturgia de la descomposición.
Una de las características más lamentables de la coyuntura cinematográfica contemporánea es esa insistente unidimensionalidad a nivel del contenido, una miseria ideológica que deriva en films monotemáticos y cerrados a la pluralidad de lecturas que deberían habilitar las obras verdaderamente valiosas. La crítica de pocas luces y cierto sector del público suelen olvidar que la violencia enunciativa es uno de los mecanismos más interesantes para garantizar el debate, esa necesaria revulsión que nos aleja de la estupidez estándar y el conformismo de raigambre conservadora. El Desconocido del Lago (L’Inconnu du Lac, 2013) pone en perspectiva lo mucho que se extrañaban propuestas como la presente: estamos ante una anomalía que resulta exitosa desde diferentes puntos de vista, ya sea que consideremos su vehemencia pasional o el manejo de los resortes del género en cuestión.
En esencia la historia adopta la configuración de los thrillers y nos ofrece una estructura cíclica construida en función de un entorno fijo, en esta oportunidad orientado a subvertir sutilmente las expectativas acumuladas. Franck (Pierre Deladonchamps) es uno más de un grupo de hombres que se reúnen a orillas de un lago con el fin de “conversar” y/ o mantener relaciones sexuales: mientras que por un lado inicia una amistad con el taciturno Henri (Patrick d'Assumçao), por el otro se siente cada vez más atraído a Michel (Christophe Paou), un personaje oscuro que desencadena la trama policial cuando decide “deshacerse” de su pareja anterior. Vale aclarar que la película no se centra en el misterio en sí sino en el comportamiento de los protagonistas ante el hecho consumado. Optando intermitentemente por la prudencia serena o el éxtasis del riesgo, Franck avanza hacia el abismo a conciencia.
Aquí la habitual sequedad del cine francés de propensión arty está condimentada de manera extraordinaria con un existencialismo lúdico (emparentado al desparpajo retórico y la desnudez permanente de los personajes) y una colección de detalles muy graciosos (se destacan en especial el onanista itinerante, el episodio “sin condón” y la única escena en la que se menciona la “potencialidad erótica” de las mujeres). Más allá de la bienvenida ferocidad formal, que incluye pormenores explícitos como una eyaculación y una fellatio, el devenir no obedece a un patrón homofóbico ni tampoco “gay friendly”, ya que la homosexualidad sólo aporta un contexto circunstancial: aquí todos son hombres porque todos son iguales, la simetría y la paridad son los verdaderos ejes de un relato donde el individualismo, la sensualidad y la mirada legitimante del otro son factores excluyentes.
Como si se tratase de una versión hardcore de Claude Chabrol, el director Alain Guiraudie reincide en sus obsesiones sexuales de antaño, ratifica su predilección por las tomas secuencia e impone ese típico ascetismo bressoniano, en esta ocasión combinado con el sustrato temático de la explosiva Cruising (1980), de William Friedkin. El film funciona como un análisis meticuloso de la descomposición social de nuestros días, haciendo foco en una serie de “rituales de apareamiento” con vistas a remarcar el retroceso de un humanismo hoy ajado (representado en Henri) en pos de un hedonismo malsano y egoísta (encarnado en Michel). En consonancia con la pulsión de muerte, el desenlace es maravilloso porque plantea que a nivel cotidiano desconocemos/ negamos el peligro subyacente en la praxis, llegando al punto de invocar -a los gritos- la amenaza que se cierne sobre nosotros…