No es fácil hacer terror: frase dicha mil veces pero que no deja de constatarse en las millones de variantes fallidas que se lanzan a abordar el género sin conocerlo o sin respetar sus principios básicos. Cualquier acercamiento es posible de llevar a cabo (otra frase hecha: las reglas están para romperse), pero si de lo que se trata es de ser fiel a determinados códigos, es necesario conocer sus mecanismos para no correr el riesgo de representar puros espejismos. El diablo blanco podrá ser sincera en sus intenciones pero falla en esos momentos, decisivos, donde justamente debería resaltar.
Un grupo de amigos, conformado por una pareja y otra que lo supo ser, viajan de vacaciones hacia un lugar alejado en las sierras tucumanas. De a poco comienzan a aparecer indicios de algo lindante con lo sobrenatural: pequeños santuarios con fotos al costado de la ruta, el turbulento hostel donde se alojan, apariciones fantasmales… En realidad no aparecen tan de a poco, ya que los hechos no tienen una encadenación lógica: simplemente suceden, espontáneamente, confiando en que el espectador hará el resto. Los elementos característicos del género dicen presente: un protagonista dueño de un punto de vista incierto (en tanto nadie más puede confirmar lo que vio), que a su vez es el principal sospechoso de los eventos que él mismo describe; un entorno amenazante, conformado por vecinos que parecen tener motivos todavía ocultos; atisbos de una vieja leyenda que puede tener que ver con los hechos que van ocurriendo. Si todo esto suena ya demasiado visto es justamente porque El diablo blanco se dedica exclusivamente a reproducirlos sin ejercer una mirada propia sobre los mismos. Es así que lo que generalmente se nos muestra son reflejos pálidos de otras películas, otras escenas, otras (mejores) resoluciones: un remedo de imitaciones que ni siquiera se asume como tal.
Hay en el film, sí, un leve intento de encontrar una autenticidad propia de la región elegida, de hacer de la profusa naturaleza un personaje más que dé cierto espesor; y algo de eso queda, en ciertos pasajes donde los protagonistas se revelan, siempre en relación a ese medio ambiente inquietante que los rodea; escenas que se apoyan en el experimentado equipo técnico que la película tiene detrás. Principalmente, Fernando Lockett desde la fotografía y César Custodio desde el montaje, aportan solidez narrativa y visual en los instantes en los que el relato parece descarrilar. Demás está decir que estos pequeños momentos no sirven más que como flashes de lo que podría haber sido si las intenciones hubiesen estado puestas en un acercamiento sincero al género, antes que en una reiteración cansina del mismo.