Falsas sátiras
En cine, la comedia depende casi en su totalidad de los talentos del cómico que encarna los personajes. Sacha Baron Cohen llegó al cine con un perfil ya definido: personajes exagerados, chatos, estereotipados que funcionan como sátira social. Después de algunas incursiones en diferentes películas (lo habíamos visto hacía poco, por ejemplo, en La invención de Hugo Cabret), El Dictador parece una vuelta a los orígenes del cómico. Lo tenemos a él en el papel protagónico interpretando un personaje con un acento muy marcado. Tenemos un argumento débil, cruzado de escenas casi sueltas que funcionan como sketches. Tenemos al protagonista siempre un poco desagradable, probablemente el mayor desafío para un espectador normal que se acerca a una de sus películas. Y tenemos objetivos muy claros a los cuales apunta sus dardos.
Uno puede estar de acuerdo o no con la crítica. Anna Faris está muy bien; hay varios chistes que funcionan, pero El dictador no corre como película. La idea puede habernos parecido buena, pero después de la sorpresa inicial lo que nos queda es una hora y media de repetir una y otra vez lo mismo. Borat escapaba a ese agotamiento gracias a su costado documental, pero El Dictador no tiene la misma suerte: encerrados en el universo que propone la película, una vez que entendimos la idea ya no tenemos dónde refugiarnos.
En realidad, el problema de El Dictador es el que tuvo siempre Baron Cohen cuando trabajó en cine: se encuentra fuera de su elemento. Lo que funciona en televisión no necesariamente funciona en la gran pantalla (sus primeras películas, de hecho, son el desarrollo de personajes que habían aparecido en su programa de televisión). Un buen sketch (y él los tuvo muy buenos) funciona en gran medida gracias a su brevedad: personajes fuertes, una situación absurda y a otra cosa. No por nada los Monty P. (padres de la comedia moderna) terminaban más de un sketch con un personaje que irrumpía en el set y cortaba todo diciendo: "No, basta, esto ya se puso demasiado ridículo". A Baron Cohen le falta ese personaje que venga a decirle que la escena ya rindió todo lo que podía dar y es hora de pasar a otra cosa.
Untados sobre la duración de un largometraje, sus personajes (llámese Ali G, Borat, Bruno o Aladeen) terminan mostrando todas sus fallas y muchas nuevas. Una de estas fallas nuevas es que sus personajes carecen de materia narrativa, pero sus películas no se resignan a esa falta. El Dictador (como sus presentaciones anteriores) no es una película episódica o anti narrativa, como parecería sugerir la idea de la que nace, sino que se carga con una trama estereotipada para responder a cierta idea de progresión. El ejemplo más claro de esto es la historia de amor con Anna Faris y la supuesta evolución moral del personaje de Aladeen: a mitad de camino entre la historia real y la parodia más burda, el argumento no se sostiene. Se está contando algo y a la vez la historia se carga de guiños grotescos que nos dejan ver todo el tiempo que el cómico que está por detrás se está burlando de lo que cuenta.
¿Se quiere contar una historia cursi o se busca una parodia de todas las historias cursis? Y si es así, ¿para qué? A diferencia de, por ejemplo, esa gran película que es Casa de mi padre, en la que la materia narrativa misma está puesta en duda, El Dictador es transparente, cuenta lo que cuenta pero siempre dejándonos saber que somos más inteligentes que la historia que se nos está mostrando. Más allá de los problemas de timing y de agotamiento de la idea cómica (algunos chistes de la película funcionan por repetición, como la idea de cambiar al azar palabras del vocabulario por Aladeen; pero en general las más básicas no), El Dictador demuestra nuevamente que el humor de Baron Cohen está carcomido por una falacia fundamental: la de lo políticamente incorrecto. Más de unas cuantas escenas están cargadas de frases y escatologías varias que seguro escandalizarán a más de uno (sobre todo en Estados Unidos, blanco de las críticas), pero es inevitable la sensación de que lo que estamos viendo se agota en ese escándalo vacío. Una vez que las señoras del Tea Party se hayan enojado con Sacha Baron Cohen, ¿qué queda de su película? No mucho. El Dictador (como todo lo que hace Baron Cohen) está claramente diseñada para un público que no sólo puede soportar esas transgresiones sino que las busca.
¿Qué nos queda, entonces? Unos cuantos conservadores que probablemente no vean la película porque la consideran ofensiva y unos cuantos espectadores del otro lado que probablemente vayan a ver la película porque quieren escuchar lo que Baron Cohen tiene para decir. Pero para alguien que no es un conservador de clase media estadounidense (y posiblemente de otros países también), lo que Baron Cohen tiene para decir es bastante poco. ¿A qué viene toda esta parodia sobre un dictador africano que hace lo que quiere porque su país tiene petróleo? ¿Alguien necesita realmente que le muestren que las petrodictaduras son malas?
Evidentemente, no. Ni siquiera los conservadores del Tea Party. La sutil crítica de Baron Cohen es comparar a los Estados Unidos con un país que considera su opuesto (cosa que hace de forma casi explícita al final). Los que ya piensan esto saldrán de ver El Dictador satisfechos por sentirse tan críticos.