Mi marciano favorito
El sentimentalismo es la única herramienta en busca del corazón del público adolescente
En un futuro cercano dos jóvenes se enamoran chateando, pero un problema los separa. Ella va al colegio en Colorado y él vive en Marte. Esa es la premisa básica del dramático romance adolescente El espacio entre nosotros, que hace sentir una eternidad esa hora de película que pasa hasta que el chico viaja y se encuentra con su virtual pareja en la Tierra. Hasta entonces el director Peter Chelsom se había tomado su tiempo para explicar cómo el joven se crió rodeado de investigadores y robots en el planeta rojo porque su madre astronauta, que murió pariendo al marcianito, se había subido a un cohete sin saber que estaba embarazada.
Una vez consumado el encuentro interplanetario entre los jóvenes, la película oscila entre el costado sensible en plan Starman o El chico de la burbuja de plástico y los disparatados problemas de adaptación terrestre como en Hay un marciano en mi vida. Ese vaivén narrativo vuelve El espacio entre nosotros una especie de Frankenstein, referencia pertinente que también tiene su propio guiño en esta película sobre un “hijo de la ciencia”. En esa cuestión de filiación aparece la influencia máxima de El espacio entre nosotros: como si fuera una película de Steven Spielberg, el joven marciano está obsesionado con conocer a su padre y sale en su búsqueda, junto a su nueva novia, por las atractivas rutas del oeste norteamericano.
Como en E.T., la salud del extraterrestre comienza a deteriorarse con el tiempo, y por eso persiguen al marciano una astronauta que lo educó como si fuera su madre y el millonario CEO a cargo de las misiones a Marte, una mezcla entre Elon Musk y Richard Branson interpretado por un impecable Gary Oldman.
El encarna la tensión de los límites entre los sueños y la ciencia, el tema central y tal vez el más atractivo de una película con algún problema para despegar.