Al cine argentino le costó muchos años encontrar la forma de hablar de política. Desde el panfleto descarado hasta la metáfora fácil, la política espantó a millones de espectadores de las salas durante décadas. Presentar ideas (ideologías) en pantalla requiere de mucho cuidado para alcanzar el delicado equilibrio donde la ficción que sustenta no pase a ser una mera excusa, y para que el contenido estético (y sobre todo cinematográfico) no pierda terreno frente a las buenas (o malas, según el caso) intensiones ideológicas. También es una cuenta pendiente para el cine argentino animarse a hablar de la izquierda. En el cine post ‘70s, la presencia de la dictadura y el fantasma de sus persecuciones hacían peligroso problematizar a la política de izquierda sin que pareciera que el director se calzaba las botas. Por eso, encontrar en los cines a El estudiante nos hace pensar que todo este camino no fue en vano.
Apadrinado por los representantes más pesados del Nuevo (nuevo) Cine Argentino, Trapero y Llinás, esta película parece haber aprendido bien la enseñanza de los dos maestros: tiene la marca social que identifica a Trapero y su agudeza para hacer un reflejo realista de los pequeños entornos que reconocemos fácilmente, pero comparte con Llinás su talento implacable para contar historias perfectamente escandidas.
Mitre construye con mucho empeño la trama: los personajes están inteligentemente diseñados para moverse con fluidez entre el estereotipo (el estudiante del interior, el militante, los hijos de troscos, el egresado de El colegio) y el carácter individual. Escapando a un maniqueísmo que podría haber marcado el límite entre los buenos y los malos, el guión nos muestra personajes dinámicos que evolucionan, se salpican y se limpian y que cambian de victima a victimario permanentemente como cualquier hijo de vecino.
Pero, decididamente, el personaje más interesante es el espacio. Con algo de documental, El estudiante recorre las aulas de Sociales y nos lanza en la locación real y reconocible, con sus pintadas, capas y capas de carteles y pegotes superpuestos de generaciones de cinta scotch (se dice que el director filmó en secreto las escenas de la asamblea para aprovechar así a los extras hiperrealistas que pueblan los pasillos de una de las más militantes universidades de la UBA). El espacio no es una simple locación, es, como decíamos, un personaje más y casi podríamos afirmar que uno de los protagónicos. La facultad actúa sobre las personas, las condiciona, las trasforma y las significa permanentemente. Es un espacio lleno de información donde el discurso político circula en varios niveles: en las aulas, en la voz de los profesores, en las charlas de los cafés, en los debates de la asamblea, en las campañas de los pasillos. Navegar en estos niveles cambia a los personajes. La película aprovecha astutamente la estructura laberíntica de Sociales, con sus paredes cubiertas de pancartas y las aulas abarrotadas y caóticas, para meternos en el clima enroscado de la historia que se nos está contado. Algo se vuelve inentendible e inútil en esa superposición de discursos, igual que pierden sentido ciertas palabras que alguna vez fueron revolucionarias repetidas una y otra vez como una retórica vacía.
Pero pasada la novedad del “es tal cual”, felizmente la película no se agota: el espectador se encuentra llevado por una narrativa bien controlada que maneja la tensión con inteligencia. Los intríngulis de los laberintos de la política universitaria se extienden también hacia el exterior, hacia el mundo del afuera y, con mucha naturalidad, se proyectan en recodos más oscuros y menos bien intencionados que la pequeña política de base. Este salto al mundo, este cambio de perspectiva, se sostiene en una estructura de thriller que hace accesorio el conocimiento de primera mano del ambiente universitario. Estos personajes que hacen equilibrio entre el idealismo y el cinismo, y cambian permanentemente montados en ingenuidades de diverso grado y diferente tipo, parecen estar presos de un sistema que ellos impulsan pero los devora.
Las razones cinematográficas de la película son intachables y, de puertas adentro de la sala, el espectados no encuentra nada que objetar. Pero existe otra dimensión que puede ser pensada con respecto a la película.
Puede pensarse fácilmente (y quizá con bastante razón) que El estudiante, ideológicamente hablando, no es más que una versión estetizada del viejo discurso que reza que en la universidad pública nadie estudia y que a lo único que se va es a hacer política. Es posible que haya bastante de esto en el corazón de este muchachito de la FUC con apellido patricio que firma como director. Pero montada en la desconfianza a la política universitaria y la crítica a una izquierda omnipresente y plural que nunca llega a nada, duerme una idea cínica sobre la política en general que podemos rastrear como marca estética en la obra de Mitre.
Así como en El amor primera parte (colectivo que Mitre integró) la trama descansaba sobre la tesis cínico biológica de que, terminado el proceso químico, aquello que llamamos amor no es más que un derrotero hacia la separación; en El estudiante este lado cínico ataca a las lucha política y la describe, sin atenuantes, como una maquinaria kafkiana que se alimenta de idealismo para transformar las buenas intensiones en intriga y corrupción.
Queda para el lector resolver el tema de cuánto le interesa ir al cine para que le afirmen o le nieguen las propias convicciones y si es válido juzgar los méritos de una obra artística por sus intensiones ideológicas pero, cualquiera sea la lectura, ver El estudiante es una experiencia interesante para pensar de dónde viene y a dónde va el cine político argentino.