Mi nombre es blasfemia
El actor neozelandés/ australiano Russell Crowe, quien saltase a la fama con Los Ángeles al Desnudo (L.A. Confidential, 1997), de Curtis Hanson, El Informante (The Insider, 1999), de Michael Mann, y Gladiador (Gladiator, 2000), de Ridley Scott, y de hecho disfrutase de un período de bonanza artística y comercial caracterizado fundamentalmente por sus otras colaboraciones con Scott, léase Un Buen Año (A Good Year, 2006), Gánster Americano (American Gangster, 2007), Red de Mentiras (Body of Lies, 2008) y Robin Hood (2010), desde hace unos añitos está de capa caída como lo demuestran su segunda obra ficcional como director, la lamentable Juego Perfecto (Poker Face, 2022), y trabajos interpretativos varios que lo tuvieron como actor de reparto o simplemente deslucido, popurrí reciente que va desde la interesante en serio Corazón Borrado (Boy Erased, 2018), de Joel Edgerton, y las pasables Fuera de Control (Unhinged, 2020), opus de Derrick Borte, y La Verdadera Historia de la Pandilla Kelly (True History of the Kelly Gang, 2019), de Justin Kurzel, pasa por las anodinas Operación Cerveza (The Greatest Beer Run Ever, 2022), de Peter Farrelly, y Máquina de Guerra (War Machine, 2017), de David Michôd, y llega a bodrios de la talla de Prizefighter: La Vida de Jem Belcher (Prizefighter: The Life of Jem Belcher, 2022), de Daniel Graham, Thor: Amor y Trueno (Thor: Love and Thunder, 2022), de Taika Waititi, y La Momia (The Mummy, 2017), epopeya fallida de Alex Kurtzman y uno de esos “cuasi fracasos” del tremendo Tom Cruise, casi siempre un imán para el éxito rotundo en taquilla.
Como no podía ser de otra forma tratándose del edadismo paradigmático de Hollywood y de su histórica discriminación hacia personajes siempre controversiales como Crowe, cuya fama de peleador de pocas pulgas lo antecede, hoy Russell sella su condición de “actor en decadencia” a ojos del mainstream participando en un exploitation sobrenatural berretón alrededor de un personaje muy pero muy desconcertante, el Padre Gabriele Amorth (1925-2016), un cura y demonólogo italiano que ofició de exorcista bajo el amparo formal de la Diócesis de Roma entre 1986 y 2000 al punto de supuestamente haber luchado contra los secuaces de Mefistófeles en miles y miles de ocasiones, un derrotero hiper colorido que quedó registrado en El Diablo y el Padre Amorth (The Devil and Father Amorth, 2017), aquel polémico documental de William Friedkin, y sobre todo en dos libros de memorias, Un Exorcista Cuenta su Historia (An Exorcist Tells His Story, 1999) y Un Exorcista: Más Historias (An Exorcist: More Stories, 2002), trabajos que fueron traducidos del italiano al inglés y de hecho se transformaron en la base de la odisea que nos ocupa, El Exorcista del Papa (The Pope’s Exorcist, 2023), bizarreada mediocre aunque relativamente atractiva que fue escrita por Michael Petroni y Evan Spiliotopoulos y dirigida por el australiano Julius Avery, aquel de las muy erráticas Hijo del Crimen (Son of a Gun, 2014), una heist movie, Operación Overlord (Overlord, 2018), cruza de terror y belicismo, y Némesis (Samaritan, 2022), obra de superhéroes que fue protagonizada por nada menos que Sylvester Stallone.
Con semejante título no hay mucho para aclarar más allá del caso en sí, en esta oportunidad la posesión de un purrete llamado Henry (Peter DeSouza-Feighoney), quien se mudó hace poco a una abadía española junto con su madre Julia (Alex Essoe) y su hermana púber y rebelde Amy (Laurel Marsden), porque heredaron el inmueble luego del fallecimiento del padre en un accidente automovilístico en el que también estuvo presente el mocoso, hoy mudo por el trauma. El Amorth de Crowe, un sacerdote controvertido que inspira el apoyo del Obispo Lumumba (Cornell John) y las arremetidas del escéptico Cardenal Sullivan (Ryan O’Grady), recibe de boca del propio Papa (un genial Franco Nero) el encargo de ocuparse del asuntillo en España y por ello se traslada hasta allí en su hilarante motocicleta tipo Vespa para enfrentarse a uno de los demonios/ ángeles caídos al servicio de Belcebú, un tal Asmodeus que gusta de blasfemar y desestabilizar a todos a su alrededor ventilando sus pecados más dolorosos, dando lugar a otro episodio de purificación espiritual símil El Exorcista (The Exorcist, 1973), del iconoclasta Friedkin, aunque ahora con la ayuda de un cura vernáculo, el bisoño Padre Esquibel (Daniel Zovatto). La versión hollywoodense de Gabriele resulta muy trash porque es una mixtura lunática de superhéroe de los exorcismos, religioso ultra jodón y borrachín, antihéroe romántico con pasado como partisano durante la Segunda Guerra Mundial y algo así como una especie de investigador paranormal que es resistido por una parte de la comunidad e institución a la que pertenece, la Iglesia Católica.
Durante buena parte del metraje Avery mantiene el interés combinando toda la parafernalia sobrenatural estándar de Hollywood, escenas de suspenso relativamente bien ejecutadas y algo de desarrollo de personajes que complementa la estampa y el enorme carisma escénico del amigo Russell, mejunje que incluye un misterio espectral pirotécnico a lo El Conjuro (The Conjuring, 2013), el opus de James Wan, la infaltable conspiración en las altas esferas institucionales símil El Código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2006), de Ron Howard, un acoso surrealista y siempre sarcástico semejante al promedio de Freddy Krueger (Robert Englund) de Pesadilla en lo Profundo de la Noche (A Nightmare on Elm Street, 1984), de Wes Craven, algo de la faceta arqueológica del Indiana Jones (Harrison Ford) de la querida Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), de Steven Spielberg, e incluso una fuerza malévola despertada por accidente que se parece a sus homólogas de la Trilogía de las Puertas del Infierno del recordado Lucio Fulci, léase Miedo en la Ciudad de los Muertos Vivientes (Paura nella Città dei Morti Viventi, 1980), El Más Allá (E tu Vivrai nel Terrore! L’Aldilà, 1981) y La Casa Cercana al Cementerio (Quella Villa Accanto al Cimitero, 1981). No obstante el tramo final de El Exorcista del Papa es honestamente malísimo, donde se acumula la pompa visual y anímica inflada de hoy en día al extremo de destrozar todo verosímil o sutileza construido con anterioridad, y además el film en sí es bastante contradictorio, a la vez hablando de abuso sexual y encubrimiento intra iglesia y echándole la culpa al Diablo de los arrestos, las torturas y los asesinatos de la Inquisición a puro desvarío posmoderno del enclave anglosajón. Si bien se agradece un mínimo conflicto entre misticismo y cinismo social, un ritmo vigoroso, algunas tetas efímeras, el buen trabajo en maquillaje, la eficaz música de Jed Kurzel, el hecho de evitarnos la incredulidad dentro de la parentela de Henry y por supuesto la inestimable presencia de Nero y Crowe, un par de profesionales de hierro que sin esforzarse demasiado consiguen transmitir su sapiencia actoral, la película en su conjunto no logra salir de la medianía cualitativa, nos bombardea progresivamente con un CGI cada vez más y más risible y en última instancia resulta muy delirante, estereotipada, derivativa y por momentos hasta melosa y sin dudas tontuela, algo que ese desenlace abierto marca registrada -cual promesa de franquicia- parece confirmar…