Isaac es fotógrafo y una noche es solicitado para un trabajo urgente y poco feliz: debe acudir en medio de una tormenta a la mansión de una acaudalada familia portuguesa para tomar un retrato de Angélica, una joven que falleció justo después de contraer matrimonio.
Bella como pocas mujeres con las que había tenido contacto cercano, Isaac es trastornado por la figura de esta dama frágil y aun fresca, a pesar de que su alma ya no habita en su cuerpo. A través de la lente de la cámara, Angélica parece recobrar la vida, sólo para él. Isaac se enamora perdidamente y, a partir de ese momento, ella lo atormentará hasta la locura.
La preciosa música incidental posee dulces acordes que enaltecen las imágenes del cine contemplativo que propone Manoel de Oliveira y, sobre todo, la belleza etérea de Pilar López de Ayala, que se condice perfectamente con ese espíritu joven que se niega a partir de este mundo terrenal. El director, un verdadero apasionada de su trabajo que a los 102 años continúa realizando cintas, nos entrega un poco de realismo mágico pero fracasa en el producto global.
La narración se toma tanto tiempo que llega a hacerse inaguantable la espera del comienzo de la acción: hay pequeños momentos en donde el relato debería haber crecido en emoción, pero eso nunca ocurre. La puesta es más teatral que cinematográfica, incluso las marcaciones actorales son estáticas y antinaturales.