Una fábula de amor fantasmal, una variación a la vez ingenua y poética sobre el eterno tema del amor imposible que sólo escapa a su fatalidad en otra dimensión: la de los sueños, la imaginación, la fantasía sólo apresable por el cine. También una melancólica meditación sobre el tiempo y la muerte, el pasado y el presente, el arte y la nostalgia de las cosas que se van perdiendo. Y además, en un terreno más personal, una contemplación casi elegíaca de un escenario significativo para él: el valle del Duero, donde Manoel de Oliveira filmó, hace setenta años, su primer cortometraje.
El extraño caso de Angélica , que lo es tanto de la muchacha como de Isaac, el taciturno fotógrafo judío que se obsesiona por ella desde que debe retratarla, luminosa y serena, en su lecho de muerte, es un film que escapa a las categorizaciones: elegante y hermético, tras su historia aparentemente simple se percibe la experiencia de un cineasta que ha vivido mucho, que sigue reflexionando sobre la naturaleza artística del cine y nunca ha perdido la voluntad de experimentar ni el refinamiento y la precisión de su estilo. Como el tema central es atemporal, su film parece transportar al espectador a un tiempo pasado, aunque transcurra en el presente y aunque en una de esas escenas teatrales tan típicas del cine del portugués se hable de la crisis económica, del fin de las labores artesanales, de los efectos del calentamiento global, de la antimateria y del espíritu humano como una forma de energía.
Isaac parece venir, como Oliveira, de otro tiempo; nada se sabe de él y mucho menos se sabrá cuando el descubrimiento de la bella difunta vestida de novia lo haga traspasar el umbral de lo que llamamos realidad para ingresar en un mundo fantasmal y lo vuelva aún más ensimismado, más ausente, sólo atento a la muchacha muerta que, sin embargo, le sonríe desde una de las fotos o viene a buscarlo en las noches para llevarlo consigo en una suerte de vuelo nupcial ilustrado a la manera de Méliès. Se ha enamorado de una visión y quizá por eso, para ahuyentar a la locura, corre febrilmente a fotografiar a los labradores que abren surcos con sus picos en las viñas de la ribera del río. Pero la obsesión crece y lo empuja a cualquier parte en busca del amor inapresable, hasta que en una muestra más de su osadía Oliveira imagina un desenlace fantástico.
En lo puramente visual, el film está colmado de hallazgos: paisajes naturales y arquitectura merecen su mejor atención, lo mismo que los interiores donde la cámara siempre intenta captar la totalidad de la escena y donde se deslizan apuntes que anticipan el carácter de la historia (la muerte del canario, el cerrado ambiente de la casa de Angélica, el buñuelesco mendigo). En todos los casos, Oliveira cuenta con el apoyo de la admirable luz de Sabine Lancelin y con el de un elenco en que figuran muchos de sus habituales intérpretes.
El estilo -lejos de cualquier realismo como del vértigo de moda- y cierto hermetismo pueden ser un escollo para algún espectador. Quizá lo mejor sea entregarse a la fantasía, dejarse llevar por la belleza del cuento y de las imágenes y dejar el análisis, si es necesario, para después.