Fantasmas del cine
Resulta difícil explicar la experiencia de ver una película de Manoel de Oliveira. Se saben los datos típicos: que el señor Manoel cumplió ya más de cien años y sigue estrenando a un ritmo parejo de prácticamente una película por año. Que empezó a filmar cuando el cine todavía era mudo y que ya tiene dos nuevas películas en producción. La madurez le ha prestado creatividad a este director portugués que, si bien nunca dejó de filmar, en estas últimas dos décadas ha producido una seguidilla de pequeñas obras maestras. Los festivales lo conocen, el gran público no (en los cines argentinos pudo verse hace unos años Belle toujours).
Hay algo único en las películas de Manoel de Oliveira: un tono (casi decimonónico), un tiempo (casi un tiempo sin tiempo), una forma de hablar (seca, cercana a ciertas formas del teatro), una preferencia por los planos generales largos, por los paisajes, un juego con la forma, con el silencio. Pocas cosas se parecen a una película de Manoel de Oliveira.
Con El extraño caso de Angélica la historia toma ciertos aires fantasmagóricos, románticos, como de relato del siglo XIX. Un fotógrafo (en esa Lisboa de De Oliveira, que es la ciudad de hoy pero también parece ser la de hace dos siglos) es llamado para fotografiar el cuerpo de una joven (Pilar López de Ayala) que acaba de morir, tradición que hoy no existe pero que todos en el mundo de De Oliveira toman como lo más natural. Rodeado de monjas y mujeres vestidas de luto, el fotógrafo (Ricardo Trepa, actor fetiche de De Oliveira y también su nieto) se acerca al cuerpo para tomar la foto y cuando mira a la mujer por el objetivo, de pronto cree ver que ella cobra vida a través de la cámara. Toma la foto y vuelve a su casa para revelarla. Lo que sigue es una historia de amor/obsesión por esta hermosa mujer que parece visitarlo, venirlo a buscar, existir en esas fotos y en el amor del fotógrafo.
Como siempre, uno puede intuir que De Oliveira está reflexionando sobre muchas cosas (el cine, el amor, la muerte), pero lo fundamental, lo singular de esta película (como en las anteriores del director, solo que ahora se suman algunos efectos especiales digitales, que remiten a los viejos trucajes del cine mudo) son las secuencias, las imágenes, los momentos. Pilar López de Ayala flotando sobre la cama del fotógrafo, el gato y la ventana, las imágenes de Lisboa, los sueños, los trabajadores rurales (y sus métodos ancestrales), la mirada de una muerta, un cuarto de Lisboa.
Hay algo singular en cada película de De Oliveira (como en todo su cine); singular no porque sea diferente a todo lo demás (aunque lo es) sino porque encarna un amor por filmar y por lo filmado, que recuerda el origen mismo del cine.