Estigmas del corazón
Más cerca del melodrama que de la denuncia de raigambre ecológica, El Faro de las Orcas funciona como un típico exponente de esa tendencia contemporánea basada en la despersonalización anti conflicto deudora del simplismo de los manuales de autoayuda…
Encarar hoy por hoy una pequeña epopeya cinematográfica que tenga a la naturaleza como uno de sus pilares fundamentales es una tarea de lo más difícil porque a menos que exista un verdadero interés conservacionista de fondo, de seguro el bote se irá a pique gracias a la colección de clichés que suelen aparecer al momento de congeniar la magnificencia de lo salvaje con las necesidades mundanas de un relato clásico (el desbalance casi siempre deja muy mal parados a los humanos en general y su “vocación artística”). En un período hegemonizado por las grandes urbes y su fuente inagotable de desperdicios, contaminación y destrucción de todo lo indómito, si el film en cuestión peca de ingenuo o no se juega en serio en favor de la defensa de la flora y la fauna, corre el riesgo de caer en esas sonseras oportunistas que utilizan a la naturaleza en función de latiguillos vacuos o del melodrama.
Por todo lo anterior, el cine infantil suele llevarse mucho mejor con estos tópicos que el orientado a los adultos, principalmente debido a que los mensajes aleccionadores se sienten más espontáneos cuando van dirigidos a los pequeños y bien decadentes cuando se construyen teniendo en mente el cinismo de los mayores, un enclave en el que hoy parecen prevalecer los discursos simplistas de los manuales de autoayuda y la despersonalización anti conflicto que pregonan los medios masivos de comunicación. Este es precisamente el ideario que domina en El Faro de las Orcas (2016), un opus de Gerardo Olivares que se vale de un conservacionismo endeble e inocuo para subrayar cada uno de los recursos del melodrama más tradicional, su verdadero horizonte narrativo, en un esquema que desconoce que los dilemas de los humanos son ínfimos frente al fluir de la esfera natural.
Al igual que en los dos trabajos previos del realizador y guionista, Entrelobos (2010) y Hermanos del Viento (2015), aquí la trama comienza centrándose en la relación entre los animales y los hombres para luego desbarrancar hacia una catarata de estereotipos que hacen añicos la paciencia del espectador gracias a un metraje que roza las dos horas sin ninguna necesidad. La premisa primermundista -y muy ridícula, vista desde nuestros ojos latinoamericanos- involucra el viaje de la española Lola (Maribel Verdú) y su hijo Tristán (Joaquín Rapalini) al puesto del guardafaunas Roberto (Joaquín Furriel) en la Patagonia argentina, todo porque la susodicha vio un documental protagonizado por el señor, un especialista en orcas, y su hijo autista reaccionó positivamente ante los cetáceos. Por supuesto que Lola está triste, Roberto es un amargo y eventualmente ambos se enamoran.
Los únicos dos elementos que salvan a la propuesta del desastre total son el convincente desempeño de Verdú y las bellas tomas de las orcas que consigue Olivares y su director de fotografía Óscar Durán, ya que ni Furriel ni el actor infantil ni todo el asunto del autismo cumplen su función asignada, entorpeciendo un desarrollo que podría haber ido mucho más allá del tono meloso y súper predecible (hasta tenemos a un superior del protagonista, interpretado por Osvaldo Santoro, que amenaza constantemente con echarlo por tocar a los animales, una práctica que debería haber sido condenada en serio en la realización porque representa la típica estupidez egoísta de los turistas). Sostenida en un pulso lánguido y backstories risibles para todos los personajes, El Faro de las Orcas es una obra muy fallida que promete denuncia ecológica y se queda en los estigmas más inofensivos del corazón…