2019 fue el año de las segundas películas para una serie de directores que resonaron fuerte en el ambiente del cine de terror. Con ellos se empezó a dibujar una nueva categoría, sobre la que se ha escrito y discutido bastante. Hablamos del terror fino, o al menos así lo llamamos los que tendemos a oponernos. Pudimos ver las segundas películas de Jordan Peele (Us), Jennifer Kent (The Nightingale), Ari Aster (Midsommar), David Robert Michell (Under the Silver Lake) y Robert Eggers (The Lighthouse). Ante cada revuelo que sus películas armaron en el universo del terror, la aparición de las segundas es una oportunidad para ampliar la perspectiva crítica. Pensar brevemente al término pero con frialdad nos permitiría decir que son películas que buscan privilegiar ciertos componentes tanto estéticos como ideológicos en los universos armados. Un cine que, al igual que otro perteneciente al mundo de los festivales, se define más por elementos y formas que rodean a la película, que por la organicidad de su relato. También es notable que hay una diferencia en las jerarquías, con esto nos referimos al peso que impone lo estético por sobre lo narrativo. Aunque no debería tratarse de una categorización tan dura ya que desde cualquier sistema de producción es posible hacer obras de todo tipo, y aún la película más aparentemente inscripta en una categoría puede, a través del uso de la puesta en escena, invertir o incluso enfrentar mucho de lo que su superficie sugiere. Pero podemos decir que películas como The Witch (Eggers, 2015) se sostuvieron en parte por una referencialidad pictórica y una afinidad al cine de Ingmar Bergman, que It Follows (David Robert Mitchell, 2014) intentaba seguir a ciertos encuadres y movimientos de cámara de John Carpenter, sumado a puntuaciones nostálgicas típicas de esta década, o que Hereditary (Ari Aster, 2018) elegía encuadrar las apariciones fantasmales a la manera de Stanley Kubrick, todo esto de una manera que vuelve ostensible la decisión específica de puesta, como si otorgara lugar a una instancia de contemplación del acto estético determinado. El terror fino parece haber adquirido más relevancia primero en círculos externos al universo del género terror, ya que la presencia imponente de lo temático y lo estético como lugar privilegiado en sus jerarquías llama más la atención de un público y una crítica más cercana a la intelectualidad. Dicho de otro modo, una manera puramente racional de acercarse al fenómeno cinematográfico que, a los ojos de gran parte de los consumidores de cine de género, se presenta como una apreciación inversa al entendimiento del cine como experiencia vital o de construcción de sentido. Así es como el terror fino se empieza a imponer desde lógicas de canonización, donde los factores de mayor importancia pasan a ser la presencia de elementos formales específicos del autor y la presencia de temáticas explicitadas como reflexiones, culturales, políticas, etc. En The Witch se seguía el proceso de cómo una joven mujer, una adolescente, termina convirtiéndose efectivamente en bruja tras ser constantemente tratada como tal por el esquema social patriarcal al que pertenece. El film de Eggers armaba una serie de causas y consecuencias sociológicas, a punto tal que la caída en la brujería no parece ser el elemento temido, sino más bien uno directamente funcional al tema expresado como mensaje sociológico. El final de The Witch se termina presentando como el peor escenario posible dentro del esquema de posibilidades para los personajes, uno en el que el conflicto en cuestión no busca ser resuelto de determinada manera, sino que es su desarrollo lo que expone una tesis, una idea preconcebida y terminada por su realizador cuya funcionalidad esencial es la de traducir en imágenes a un concepto. Algo similar ocurre en The Lighthouse, lo que nos lleva a poder confirmar que tanto Eggers como varios de los mencionados comparten una tendencia a la preconcepción de las cosas. No es la película la que hace transcurrir el desarrollo productivo de cierto tema. La película pasa a ser la consecuencia estética de la idea anterior. En este caso nos encontramos nuevamente con el universo lumínico del cine de Bergman, que rememora la experiencia estética de películas como Detrás de un vidrio oscuro (1961) o La hora del lobo (1968), algunos de los momentos en donde el canonizado realizador sueco se acercó a lo onírico. Tanto ese aspecto fotográfico como la lógica del espacio cerrado con dos personajes son el marco fundamental sobre el que se va a construir el film, también apoyado (aparentemente) por la evidente simbología que todo faro implica. Robert Pattinson y Willem Dafoe encarnan a estos dos personajes que se verán obligados a compartir un mes manteniendo activo a un faro en una pequeña isla cerca de Nueva Inglaterra. El universo busca nutrirse de referencias literarias con alguna que otra cita a Melville o apelando a alegorías de sirenas encarnadas en una estatuilla (no olvidemos que Ari Aster también eligió en Hereditary tener su símbolo diseñado a escala pequeña dentro de la diégesis al incluir las maquetas de la casa). El propio faro aparece figurado en su versión pequeña en una lámpara que los personajes usan durante la noche. Entre los dos parece dibujarse una tensión que se plantea como espejo de otra que está fuera de campo, el vínculo de personaje de Pattinson con su padre, del que no sabemos nada, pero concebimos su existencia por la alusión. En aquella instancia somos incapaces de atravesar la relación, pero la conocemos de nombre, la racionalizamos, al pedírsenos indagar en un posible catálogo mental de relaciones tormentosas típicas de la cultura occidental. Tal vez ese sea el apoyo con el que el film cuenta para que le encontremos verosimilitud a los conflictos de encierro entre Dafoe y Pattinson, que se vuelve cada vez más paranoico para terminarse desviando de la realidad. El resto del film, al igual que las peripecias de aquella otra joven de Nueva Inglaterra, consiste en un proceso, pero ahora es uno de descomposición. Si lo femenino en The Witch funcionaba como el centro de todas las acusaciones, en The Lighthouse parece que lo masculino entra en un círculo de simbiosis viciosa para terminar en la muerte, la soledad y la podredumbre. Este proceso se da tanto a nivel narrativo como formal, haciendo que, por ejemplo, los gases de Dafoe se vuelvan un sonido confundible con los sonidos del faro o del ambiente de la película. La película arma un caldo de toxicidad escatológica donde parece que todo aquello que es pre-moderno es necesariamente sucio y hediondo. Tal es así que su toma final es nada más y nada menos que una imagen de Robert Pattinson desnudo sobre las rocas, muerto, picoteado y defecado por las gaviotas. Otra consecuencia, regresa el preconcepto. Lo curioso de este tipo de tendencias es la creencia de que la construcción milimétrica y habilidosa de un camino hacia el que nadie querría ir fuera el sentido del cine de terror que, desde sus inicios y acorde a tradiciones anteriores, siempre se manifestó como un territorio en el que se da la lucha más explícita entre el bien y el mal, o la luz y la oscuridad. Contrario a esto The Lighthouse, una película que pone como hito específico a un faro, renuncia totalmente a su simbología, pasando a ser un compendio extraordinario de encuadres llamativos y contrastes lumínicos, pero sin llegar a poder visualizar a luz como algo que exceda a la percepción fotosensible. Podemos encontrar en Murnau un uso político del contraste lumínico que Eggers parece intentar recrear, pero no hay enfrentamiento. O tal vez haya demasiada luz y poca Luz. El faro simbólico quizás sea solamente una parte más del bello camino a la putrefacción, una miseria seguramente prefigurada antes de que se escriban las primeras frases del guión o el esbozo de la idea. Entre los fervientes defensores de Eggers o Aster están quienes se obnubilan por el nivel de las sensaciones de desesperación y miseria. A eso nos referimos cuando hablamos del peor escenario. Ante el deprecio o inflación de lo simbólico adquiere valor el peor escenario, la miseria, la muerte. Un film que desarrolla su angustia en una secuencia de montaje de griteríos angustiantes (como los de Tony Colette en Hereditary o los de la protagonista de Midsommar antes de que se atomicen y desplieguen formalmente al final) termina poniendo en valor a la angustia, la anti-catársis, y con ella la castración intelectual.
Los dos infiernos Willem Dafoe y Robert Pattinson entregan las mejores actuaciones de sus respectivas carreras en El Faro (The Lighthouse, 2019), la segunda película del director y guionista norteamericano Robert Eggers, responsable de una de las mejores óperas primas del nuevo milenio, la también extraordinaria La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), un señor que aquí se consagra a construir una historia de explotación y locura dentro de un contexto sumamente minimalista -ese misterioso faro del título- que es filmado con el detallismo espeluznante de un blanco y negro que le debe mucho al expresionismo alemán en lo que atañe a su efervescencia expresiva y ese magistral juego de luces y sombras. Decidido a reemplazar en buena medida toda la despampanante parafernalia de la religión organizada de su opus previo por un misticismo y una imaginación de talante perverso que van adueñándose de los protagonistas a partir de un germen de desdicha y frustración que anidó en sus vidas hasta el punto de conocerse, el realizador echa mano de los dialectos antiguos de los pescadores, los marineros y las habitantes de las zonas rurales en general del noreste de Estados Unidos para edificar una epopeya sensorial/ anímica/ alucinatoria en la que las duras condiciones laborales, las faltas de respeto, las pugnas más o menos contenidas, el dolor arrastrado, las compulsiones, la fragmentación identitaria, los anhelos de índole sexual, las leyendas y las mismas desigualdades de base se transforman en mojones sucesivos de un proceso de enajenación orientado a enfatizar que el aislamiento y la claustrofobia social van de la mano y conducen a perder contacto con la realidad vía la aparición de una burbuja que rechaza lo considerado diferente y se fagocita todo lo que encuentra para adaptarlo -o por el contrario, suprimirlo- en plena escalada autodestructiva. La premisa narrativa central es minúscula porque todo se reduce a la puesta en escena, los intercambios entre los personajes y el arsenal surrealista terrorífico de Eggers: durante las postrimerías del Siglo XIX dos hombres, Ephraim Winslow (Pattinson) y Thomas Wake (Dafoe), arriban a una inhóspita isla rocosa de la costa de Nueva Inglaterra para hacerse cargo de un faro en medio de temperaturas heladas, ventiscas permanentes, agua oceánica muy fría, lluvias varias y la ausencia de vegetación; todo asimismo dentro de una estructura jerárquica en la que el primero, un treintañero taciturno, le debe obediencia al segundo, un anciano irascible y muy demandante. Mientras que Wake se reserva para sí mismo el privilegio de subir a lo más alto y controlar la luz del faro, un lugar donde el veterano suele desnudarse para entrar en una especie de trance observando el cálido fulgor, Winslow por su parte es el responsable de las tareas más pesadas relacionadas con el mantenimiento y la limpieza tanto de la baliza como de las edificaciones lindantes, entre ellas la residencia de ambos señores, un surtido de obligaciones que incluyen alimentar con combustible los mecanismos de la lámpara, acarrear con una carretilla kilos y kilos de carbón, vaciar los orinales, pintar las fachadas y remover la suciedad de los interiores. El guión del director y su hermano Max Eggers adopta la perspectiva de Winslow aunque sin darnos demasiada información sobre su pasado, más allá de su propia confesión en torno al triple hecho de que trabajó en Canadá en la industria de la madera, su nombre real es Thomas Howard y tomó prestado el Winslow de un compañero laboral que murió en un accidente que Howard no pudo impedir, lo que de por sí constituye un eco del trágico destino del colega anterior de Wake, el cual -según sus palabras- también falleció poco después de perder la cordura. El muchacho gusta de masturbarse con una pequeña efigie de madera de una sirena que encuentra en su catre y comienza a padecer alucinaciones protagonizadas por troncos flotando en el océano, el cadáver del Ephraim original, tentáculos que van y vienen y hasta una bella sirena de tamaño “natural” (Valeriia Karaman), con la que fantasea copular entre la aspereza de las rocas. El asunto va de mal en peor porque Winslow/ Howard mata de manera brutal a una gaviota tuerta que no dejaba de atosigarlo a pesar de que Thomas le advirtió que es de mala suerte hacerlo porque las aves son marineros reencarnados, circunstancia que parece agravar el clima y alude de manera tácita a la rivalidad latente entre los dos fareros y a una ciclotimia de fondo que va desde lo más o menos cordial a los reproches mutuos; casi siempre enmarcados en la sobreexigencia cotidiana y el desprecio/ ninguneo/ soberbia de Wake para con su subalterno y en las acusaciones de este último hacia Thomas volcadas a subrayar que es una máquina de tirarse pedos y un viejo mañoso, solitario, intolerante, despreciable y bastante mentiroso/ farsante en lo que respecta a su “gloriosa” vida de marinero y la supuesta sabiduría subsiguiente ganada con los años. El desarrollo retórico, ayudado por la música de Mark Korven y la siniestra alarma de niebla de Damian Volpe, está dividido en dos partes, la primera mitad del metraje se condice con un infierno mundano de esclavitud y el segundo acto con un averno metafísico y/ o psicológico vinculado a la alienación, constituyendo a su vez el punto límite entre ambas comarcas la muerte de la gaviota, el incremento en el consumo de bebidas alcohólicas y la enigmática “no llegada” del ferry para devolverlos al continente luego de haber finalizado su estadía pautada de cuatro semanas, ya con los ánimos cercanos a la violencia explícita. Inspirándose en parte en El Resplandor (The Shining, 1980), en especial por este periplo hacia la locura -con una linda hacha incluida- y por los múltiples condimentos que abren paulatinamente la interpretación, y en el acervo literario de Herman Melville, Robert Louis Stevenson y H. P. Lovecraft, los dos primeros para los poéticos soliloquios marítimos de Thomas y el tercero para la iconografía de un horror indecible y semi natural que está al acecho de Ephraim, hoy Eggers no deja pasar la oportunidad de incorporar chispazos de humor negro o costumbrista y de hacer evidente que la perdición hipnótica de ambos hombres es en simultáneo producto de sus acciones, cuya manifestación concreta es esta tendencia a basurearse recíprocamente, y de un contexto que parece burlarse de ellos y su paranoia introduciendo catalizadores bien taxativos, como por ejemplo esa caja enterrada de supuestas provisiones para momentos de urgencia que resulta estar repleta de alcohol y la misma decisión de los señores -cuando los brebajes espirituosos se acaban- de empezar a ingerir kerosene con algún que otro agregado para combatir el sabor, siempre en pos de contrarrestar con la alegría líquida artificial la angustia que genera el lugar, el trabajo y la insoportable presencia del prójimo. El film homologa la convivencia a la esquizofrenia y la explotación capitalista al entramado piramidal de los abusos, a lo que se suma una serie de rasgos infaltables de los thrillers psicológicos en sintonía con la fascinación que despierta la prohibición (el personaje de Pattinson está obsesionado con llegar al nivel superior del faro, el cual está vedado de lleno para él) y la confusión a escala de la identidad individual (la realidad y la ficción se mezclan sin cesar porque ambos afirman que el otro cometió esta o aquella barrabasada, amén del robo de nombre y apellido por parte de Winslow/ Howard). Entre denuncias mutuas de asesinato y el hastío para con una naturaleza que impone su manto impiadoso sobre la falta de lógica cabal en las relaciones humanas, El Faro apuesta a sopesar los pros y los contras de confesar un secreto, de entregarse al desenfreno y de rebelarse contra la autoasumida figura de autoridad, esos paparulos patéticos de los que están llenas las sociedades modernas centralizadas de los últimos siglos, partiendo sobre todo de la “necesidad” -una noción creada a nivel comunal/ estatal- de mancillar al otro con el objetivo manifiesto de autoafirmarse en materia inconsciente o hegemónica pragmática, sin que importen ya la ética o la solidaridad porque fueron reemplazadas por un darwinismo social consensuado en donde el sobrevivir parece ser siempre sinónimo de aniquilar a fulano o mengano (tampoco importan sus nombres porque hablamos de una espiral ad infinitum de atropellos). De hecho, la lámpara del faro tranquilamente puede interpretarse en términos de la erotización del poder gerencial, el que disfruta Thomas y padece Ephraim, eje de una animadversión sustentada en la inequidad y que primero termina siendo canalizada en utopías sexuales varias de descarga -la masturbación, los trances, las fantasías con la ninfa del océano, etc.- y a posteriori en una vehemencia que se les escapa generosamente de las manos a los dos protagonistas. El misterio femenino -misterio para el hombre- aparece representado en la vagina de la sirena del espanto y la eterna rivalidad masculina en esa construcción fálica de la isla que determina todo el relato y le concede el título a la película, exégesis irónica de una lucha por superioridad que posee rasgos tan infantiles como burocráticos prosaicos, de esos que juegan con las minucias del contrato laboral para volcar el asunto hacia el bando de la patronal usurpadora y ultra maquiavélica. Más allá de que resulta más que palpable la tensión existente en el set entre los actores, quienes -según Eggers- tienen sendas visiones contrastantes de la actuación porque Dafoe cuenta con un trasfondo teatral que lo lleva a adorar los ensayos previos y Pattinson es una bestia cien por ciento cinematográfica proclive a considerar que la espontaneidad frente a cámara lo es todo, a decir verdad el núcleo narrativo lo aportan las fuentes de inspiración del realizador en lo que a la mitología griega se refiere, léase ese Prometeo/ Ephraim que roba el fuego de los Dioses para dárselo a los hombres so pena de un castigo tenebroso en manos de Zeus y ese Proteo/ Wake que funciona como una poderosa deidad del mar capaz de predecir el futuro y hasta de cambiar de forma a gusto para evitar tener que hacerlo, instando además a aquellos que desean conocer el porvenir a capturarlo: en este sentido, la arrogancia y el tono mandón del veterano se corresponden con su carácter ambivalente, su estrafalario conservadurismo y sus arengas semejantes a sermones individualistas/ místicos camuflados; de una forma similar a cómo el muchacho se va preparando a lo largo de la faena para tomar posesión de la luz del faro -el fuego de la historia- que hegemoniza su compañero/ superior, con el castigo de turno de la leyenda retornando -a mitad de camino entre la abstracción y la literalidad- durante el desenlace vía la homologación entre las gaviotas y aquella famosa águila que le come el hígado a Prometeo a instancias de Zeus en un ciclo eterno porque el susodicho es inmortal y el órgano le vuelve a crecer una y otra vez. Cayendo apenas por debajo de La Bruja en términos cualitativos, el film es otra obra maestra del cine contemporáneo y uno de los estudios más curiosos, ricos y eficaces acerca de la triste psicopatía humana y los recovecos actitudinales que permiten su despliegue…
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“Se lo que has hecho” Un thriller en una isla remota Tormentas, manipulación psicológica y gaviotas. Este filme en blanco y negro destaca por sus recursos técnicos y su trama con fuerte arraigo teatral. The lighthouse (2019), es un largometraje estadounidense dirigido por Robert Eggers. Su obra fue nominada a la categoría “mejor fotografía” en los premios Oscar y en los BAFTA. 1890, Nueva Inglaterra. Ephraim (Robert Pattinson) es un joven que debe cubrir un turno de 4 semanas en un faro. Su compañero es el experimentado guardia marino Tommy Wake (Willem Dafoe). Ambos llegaron a este trabajo por motivos distintos y su convivencia estará marcada por asperezas y misterios. La sala de máquinas del faro genera intriga; el joven quiere saber qué sucede ahí, el viejo es muy cauto y temeroso de lo que pueda averiguar. La banda de sonido del film es muy buena, pues trabaja con fuentes sonoras reales como el zumbido del faro, el mar, el viento, las gaviotas y las tormentas. La música extradiegética se funde muy bien con el ambiente sonoro; destacan el glass harmónica, las cuerdas y los instrumentos de viento de metal. Desde la iluminación se trabaja en clave baja y con pocas fuentes lumínicas, pues el objetivo es recrear un thriller de época. Es más, se filmó en blanco y negro y se emplearon rollos de película y cámaras antiguas. En este sentido, la dirección de fotografía se apoyó en el contraluz, las sombras difuminadas y las siluetas. La estética es excelente y sus recursos técnicos son los siguientes: la relación de aspecto [1.19:1], que nos encierra en la experiencia de Ephraim en el faro; la lógica del campo contracampo, para observar la subjetividad y las reacciones de Ephraim; los planos generales y los planos fijos, para captar la totalidad de la escena; y los movimientos de cámara, como el travelling lateral y el boom up—down. Desde el montaje prevalecen los cortes directos. Las elecciones de casting son acertadas y el trabajo de la dirección de arte destaca por su reconstrucción de época. El argumento es efectivo y compacto; aún así se vuelve reiterativo y no ofrece nuevas expectativas. El guión hace foco sobre las rutinas, los gestos, los rostros y los objetos —alcohol y cigarrillos—. Y los diálogos oscilan entre respuestas simples y monólogos teatrales extensos. Los actores ofrecen personajes convincentes, robustos; sus vínculos crecen en tensión psicológica. El anclaje reside en el esfuerzo físico y mental por sobrevivir allí. La estructura de personajes es convencional: las relaciones entre el hombre experimentado y el joven novato. Algunas referencias fílmicas sobre esta dupla ficcional son los films Día de entrenamiento (Antoine Fuqua, 2001) y Whiplash (Damien Chazzele, 2014). "La obra de Eggers propone un thriller con factura técnica fuera de lo común. Los actores, la dirección de fotografía y su banda de sonido son eficaces, pero la trama termina por ser densa y reiterativa."
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