La gran ilusión.
Y Wes Anderson lo hizo de nuevo. Mientras que los hipsters que inundan los festivales de cine con sonseras patéticas se la pasan vaciando de contenido a movimientos de vanguardia otrora valiosos y revolucionarios, por suerte todavía subsisten artistas que desde su grandilocuencia retoman los significantes del pasado y trastocan aquellos significados de disputa, hoy metamorfoseados en una sensibilidad muy particular. Luego de la explosión en popularidad que le trajo su trilogía primigenia de rasgos indies, compuesta por Bottle Rocket (1996), Tres son Multitud (Rushmore, 1998) y Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), el realizador norteamericano se volcó concienzudamente hacia un barroquismo cada vez más enrevesado a nivel plástico, un giro que nadie podía haber previsto y que le jugó a favor porque revitalizó ese típico núcleo melancólico y mordaz.
Efectivamente, desde Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) en adelante su principal obsesión ha sido que la estructuración de los planos y el diseño de producción expresen la dialéctica sensorial de los protagonistas y confluyan de manera armoniosa en la fotografía y el desarrollo de personajes, siempre privilegiando un tono entre kitsch y afectado con vistas a apuntalar un andamiaje sorprendente y pangenérico. Respetando la línea trazada por Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009) y Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012), El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) homenajea al cine mudo, reincide en las exploraciones sobre familias truncadas y hace gala de un esteticismo retro/ vintage con influencias tan lejanas como el constructivismo ruso y la arquitectura de la Bauhaus.
Ahora bien, en esta ocasión la historia resulta sumamente ambiciosa y multiplica las meta-narraciones involucradas: en los primeros minutos vemos a una niña que comienza a leer un libro en el que el autor (Tom Wilkinson y Jude Law) relata su llegada al hotel del título y su encuentro con el propietario, Zero Moustafa (F. Murray Abraham), quien a su vez le brinda una pormenorización del período de gloria del establecimiento, circa 1932. Con mayoría de fondos alemanes y ciertas pinceladas expresionistas, Anderson creó su República de Zubrowka, país ficticio donde está emplazado el hotel, para poder contarnos el derrotero de otro de sus clásicos dúos, hoy constituido por el conserje Gustave (Ralph Fiennes) y su infaltable secuaz, un joven Moustafa (Tony Revolori), por aquellos años apenas un botones. Ambos terminan en medio de una trama enajenada que dispara hacia muchas direcciones.
El estadounidense coquetea con la euforia de entreguerras para contrastar aquel éxtasis pasatista con la podredumbre posterior, el estallido del conflicto. Así las cosas, la coyuntura le permite reformular géneros como el thriller, la fuga carcelaria, el melodrama, la epopeya bélica y la comedia romántica, en un combo nostálgico en el que priman la inteligencia de los diálogos, los detalles absurdos, el extrañamiento progresivo y esa verdadera andanada de antihéroes queribles que escapan a cualquier lógica mainstream. Complementando una organización estilística símil Stanley Kubrick con la esplendorosa imaginería visual de Douglas Sirk y la dupla Michael Powell/ Emeric Pressburger, Anderson vuelve a edificar una oda a las ilusiones que nos regala el séptimo arte y nos invita a que recordemos el pasado pero no lo lloremos, en un “porfiar ante todo” digno de sus atribulados personajes…