Una caja de juguetes
Cuando parecía que Wes Anderson se había perdido en una maraña de manierismos y melancolía, vuelve con una película llena de manierismos y melancolía, sólo que esta vez es una de sus mejores obras. ¿Qué es lo que distingue una película fallida de Anderson de una lograda? Difícil decirlo: hay algo del encanto (siempre autoconsciente), algo de los personajes (tal vez un poco menos autoconscientes), pero sobre todo algo de la ligereza de la forma, del juego y los juguetes, del deambular narrativo que vuelve espumosos los buenos relatos de este director.
El gran hotel Budapest lleva hasta el extremo la tendencia del cine de Anderson de llenar sus películas de estrellas y más estrellas del cine. Es casi incalculable la cantidad de grandes nombres de la pantalla que aparecen en esta película en poco más que cameos, con una galería inagotable de pequeños y grandes personajes, todos comandados por M. Gustave, interpretado por Ralph Fiennes en uno de sus mejores papeles.
La variedad y la velocidad de estos personajes explican en buena medida el atractivo de esta película: El gran hotel Budapest es la película con más acción de Anderson, con persecusiones, escapes, muertes, detectives y asesinos, viajes y aventuras. La diversidad de situaciones y personajes se corresponde también con la multiplicidad de técnicas que utiliza Anderson para narrar: el marco de la narración (siempre Anderson recurre a los vericuetos literarios) está filmado de la forma más estanca, con planos fijos y colores apagados, un ambiente opresivo y melancólico. Pero en cuanto aparece la narración a través del flashback (y la pantalla pasa a 4:3) todo estalla en colores y en millones de minuciosos detalles que pueblan la pantalla.
Esta narración (regida por los clásicos paneos rápidos y composiciones geométricas del director) se encuentra atravesada también por secuencias que están narradas con técnicas de stop motion -la misma que usó para Fantastic Mr. Fox- lo cual termina de darle a sus personajes y situaciones un aire de jueguetes antiguos, como si la historia y la ambientación circularan por un teatro de marionetas.
Sin embargo, todo el preciosimo y el juego no impiden que Anderson desarrolle plenamente sus personajes, en particular los dos principales: M. Gustave y Zero. Este dúo (el conserje del hotel y el botones que recién comienza a trabajar ahí) son el centro claro de un relato que podría haberse perdido por los callejones del juego visual, pero que vuelve siempre a su centro emotivo.
Artificiales, artificiosos, rígidos y con una actuación distante, estos personajes logran (en lo mejor del trabajo de Anderson) expresar emociones tiernas, sinceras, inocentes pero no por eso menos reales: la historia del huérfano y su nuevo tutor/padre es simple y fundamental. Esa relación comienza de una forma trabada y típica de Anderson, pero se construye y desarrolla a través del relato de aventuras. Como una esponjosa pieza de confitura francesa, El gran hotel Budapest busca simplemente ser deliciosa. Y lo logra.