Mírame y no me choques
Una película como El Gran Robo (Overdrive, 2017), que se ubica entre lo remanido y lo olvidable al extremo, nos sirve para sopesar dos factores interconectados. El primero es el estado mismo del subgénero de los thrillers de acción centrados en las persecuciones, las carreras o cualquier tipo de actividad a alta velocidad que involucre autos, todo un enclave que en el pasado nos regaló obras tan queribles como por ejemplo Bullitt (1968) de Peter Yates, Vanishing Point (1971) de Richard C. Sarafian, Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971) de Monte Hellman, Contacto en Francia (The French Connection, 1971) de William Friedkin y The Driver (1978) de Walter Hill. Nada quedó del sustrato inconformista de izquierda de aquellas y hoy lo único que tenemos es una catarata de clichés, actores carilindos y escenas rutinarias diagramadas al milímetro.
El segundo factor en el que conviene detenernos es el que abarca la arquitectura formal de la propuesta y cómo están ejecutadas las secuencias de persecuciones, en términos prácticos lo que justifica de por sí el ver -o no- el film: para comprender hasta qué punto todo se fue al demonio en el mainstream actual y en productos de esta índole, debemos aclarar que estamos frente a una remake encubierta de Gone in 60 Seconds (1974), aquel delirio hiper disfrutable del malogrado H.B. Halicki, figura mítica del indie yanqui. Mientras que el clásico del rubro de robo de autos se la pasaba destruyendo una infinidad de coches durante la no trama mediante escenas que exudaban suciedad callejera e imprevistos diversos, El Gran Robo en cambio se limita a hacernos presenciar un desfile de automóviles de lujo de oligarcas y mafiosos coleccionistas que no sufren ni un solo rasguño que resulte recordable.
Por supuesto que esto ocurre porque el tufo higiénico de la publicidad, los videoclips más berretones y el cine pochoclero y vacuo de las décadas del 80 y 90 se metieron con todo en el subgénero a través del éxito de la ya insoportable saga iniciada con la muy lejana Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), una franquicia que devino en una cruza ridícula entre James Bond, el melodrama más kitsch, muchos héroes intercambiables y sin personalidad propia y una estética que sin duda no tiene nada que envidiar a la “industria reggaetonera”. No es que ya no hayan verdaderos choques, lo que sucede es que son tan pero tan de plástico y tan pero tan inverosímiles como el armazón retórico en su conjunto, llevando a constantes explosiones automáticas de los vehículos en cuestión como si dañar la carrocería fuese sinónimo de que el coche tuviese un puñado de granadas en su interior.
A la propuesta no la salva ni la presencia de la hermosa Ana de Armas, vista hace poco en Blade Runner 2049 (2017) y aquí componiendo a la novia de Andrew (Scott Eastwood), quien junto a su hermano Garrett (Freddie Thorp) tienen una pyme de robo de autos de lujo, ni el pulso relativamente ameno que el realizador colombiano Antonio Negret le imprime a la historia, porque ya nos conocemos de memoria el ardid narrativo del ladrón que le hurta un tesoro a un burgués execrable que a su vez lo obliga a robar a un tercero como forma de retribuir el favor de no matarlo. Para colmo el poco inspirado Eastwood no tiene el talento de su hermana Francesca (sí, ambos son hijos del gran Clint), el guión de Michael Brandt y Derek Haas es muy flojo y en varias ocasiones se notan los CGI para derrumbes de puentes y semejantes con el fin de ahorrar dinero en este pequeño fiasco del cine castrado actual…