Ilusiones al por mayor
Si uno como espectador está frente a un musical protagonizado por Hugh Jackman sobre la vida y carrera en el espectáculo de P.T. Barnum, uno de los personajes más multifacéticos y bizarros de la historia norteamericana del Siglo XIX, ya sabe de antemano que poco y nada quedará de la complejidad de la existencia real del susodicho y que todo se reducirá a un pantallazo fastuoso alrededor de algunos episodios de su trayectoria que asimismo darán forma a un nuevo exponente de esas fábulas de ascenso social que tanto fascinan a los anglosajones. Considerando que literalmente todo apunta a lo anterior, la película en sí es un trabajo relativamente digno que consigue superar sus limitaciones gracias a la solidez de la interpretación del australiano y el despliegue técnico de un Hollywood bien recargado, capaz de autoconvencerse de que semejante delirio puede atraer al público cínico actual.
Desde el vamos debemos aclarar que este es un musical que responde a la tradición clásica del género (las escenas cantadas hacen avanzar a la trama y adquieren un rol preponderante en el desarrollo dramático en general), lo que también implica que se desentiende de la estrategia narrativa posmoderna símil el enorme Bob Fosse (en la que los segmentos musicales apenas si condimentan la historia y no poseen la importancia de las secuencias dialogadas). A esto se suma la decisión del director debutante Michael Gracey de utilizar una iconografía videoclipera/ publicitaria -hoy por hoy bastante agotada- que a su vez se condice con una andanada de canciones pop altisonantes y de resonancias hiphoperas cortesía de Justin Paul y Benj Pasek, el mismo equipo responsable de los temas de La La Land (2016), otro producto vintage que pretendía amalgamar al pasado con el presente.
Tratándose de un vehículo para el lucimiento de Jackman, lo que significa que la obra es muy aduladora para con el protagonista, era de esperar que se dejaran de lado elementos que podrían haber enrarecido/ completado a Barnum, como por ejemplo su derrotero político, el promover la execrable explotación animal y el haber sido el principal artífice de aquellas criaturas híbridas de antaño con el objetivo de atraer al mayor público posible a sus shows. Ahora todo se reduce a sus orígenes humildes, el casamiento con Charity (Michelle Williams), sus hijas, el armado de su exhibición de “fenómenos”, la mutación hacia la estructura de los circos modernos, su trabajo como empresario con la cantante de ópera Jenny Lind (Rebecca Ferguson) y lo que ya todos podemos prever (dificultades, tropiezos varios y una especie de triángulo amoroso que nunca se termina de consumar).
Como decíamos anteriormente, aquí el ridículo total es la norma -de la misma forma en que lo era en los musicales clásicos, de hecho- y si se acepta este “detalle” se podrá disfrutar de un espectáculo suntuoso aunque bastante light que por lo menos tiene la decencia de ser sincero al enfatizar una y otra vez que el negocio del protagonista y de la película en su conjunto pasa por vender ilusiones al por mayor (si bien hay un tenue discurso a favor de los marginados y su integración aguerrida a la sociedad, lo cierto es que el eje real del relato es la defensa del arte como entretenimiento popular a la vieja usanza, obnubilando al público con lo insólito para que lo saque de su rutina cotidiana). Jackman, Williams y Ferguson están muy por encima de las canciones, las cuales son tan anodinas como las de La La Land y para colmo se alargan en demasía en algunas escenas, contribuyendo a la pereza conceptual del film. Incluso así, el producto es prolijo y fundamentalmente resulta entretenido por sus inspiradas coreografías, la solvencia de las interpretaciones y la idea macro de ponderar el rol de los productores/ maestros de ceremonias como figuras claves, para bien y para mal, en la industria cultural del capitalismo de los últimos dos siglos…