Con las mejores intenciones...
Es llamativo que el cine argentino actual se ocupe poco y nada de lo gauchesco, más allá del revuelo generado por Aballay, el hombre sin miedo un par de años atrás. El director cordobés Fernando Musa quiere ser la excepción a la regla con El grito en la sangre, pero las intenciones no siempre hacen una buena película, y el resultado es una épica fallida, oscilante entre el revanchismo, el autodescubrimiento y la incipiencia del amor.
Adaptación de la novela Sapucay, de Horacio Guarany, quien aquí se encarga no sólo de la narración en off sino también de ponerle el cuerpo a uno de los coprotagonistas, El grito en la sangre se sitúa a mediados del siglo pasado, cuando Cali debe seguir la creencia popular que obliga al primogénito a vengar al padre cuando éste muere a traición. Lo que seguirá es el derrotero del adolescente en busca de conocer -y matar- al asesino, al tiempo que se enamorará de la hija del patrón.
El film acierta en la recreación de época y en la utilización de un tono gauchesco noble y nostálgico, pero nunca logra darles carnadura a sus personajes más allá del carácter funcional dentro del relato. Así, Cali encarna la bondad y tenacidad más pura, sin un atisbo de oscuridad o matiz. Lo mismo ocurre con las contrafiguras de turno, como -por ejemplo- el compañero de trabajo que disputa el amor de la chica.
Por otra parte, Musa desaprovecha la enormidad geográfica abusando del plano-contraplano, aproximándose a un lenguaje más televisivo que cinematográfico. Así, El grito en la sangre termina siendo una película plena de buenas intenciones, un loable intento de reapropiarse del acervo cultural identitario de nuestro país. Lástima que no haya mucho más allá de eso.